sábado, 3 de diciembre de 2011

La memoria del verdugo

Cuenta Leonardo Sciacia en «El teatro de la memoria» (Tusquets) que, a petición del aristócrata Giovanni Mocedino, viajó Giordano Bruno a tierras vénetas en agosto de 1591 para que le enseñase «los secretos de la memoria», pero no fueron fáciles de comprender, lo que le llevó a denunciarle a la Inquisición. La memoria es una cosa muy seria. Reyes Mate es, entre nuestros filósofos, el que más ha investigado sobre este asunto y su papel en la construcción de la historia. Su ensayo más reciente es «La herencia del olvido» (Errata naturae). Bajo la sospecha de que la historia –es decir, la suma de acontecimientos de los que se acaba dirimiendo vencedores y vencidos– deja en la cuneta testigos y testimonios sin voz. Advierte Mate que «es muy difícil de precisar cuándo se rompe el vínculo entre el pasado y presente porque siempre quedan huellas, muchas veces ocultas». Así que no se trata de impartir justicia pasados los años, «sino de reconocer que sin memoria de la injusticia no hay manera de hablar de justicia», concluye Mate. ¿Resentimiento? No. El superviviente sólo quiere que el verdugo «experimente en carne propia que ojalá aquello no hubiera ocurrido». Desear que el verdugo comparta el dolor de la víctima.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Albert Speer y el perdón


Albert Speer en los años 70



¿Cómo es posible que Albert Speer, habiendo sido una de las personas más cercanas a Hitler, incluso más que colaborador, amigo, interlocutor en temas de arquitectura y arte y responsable de la política armamentística del Reich, saliera vivo de aquel gran hundimiento? Él, desde luego, tan poco lo supo. “También él quería “salvarse”, pero jamás supo por qué”, escribe Joachim Fest, el gran historiador del nazismo, que mantuvo con Speer largas conversaciones a lo largo de quince años y colaboró en la redacción de sus “Memorias” y en los “Diarios de Spandau”.
Ahora, que con tanta insistencia, se habla de “construir un relato” sobre la derrota de ETA o sobre su victoria (de eso trataría dicha narración), el caso de Speer, intuyo, es un buen ejemplo. Observen que Albert Speer se salvó de la horca, pero nunca pidió perdón, muy al contrario. Pero no es del todo cierto. En el prólogo a sus memorias, cuenta Speer que durante el proceso de Nuremberg en el que fue juzgado hubo un documento que le marcó. “Jamás se me borrará de la mente un documento –escribe en enero de 1969, ya en libertad- que mostraba a una familia judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer y sus hijos. Aún hoy tengo esta imagen ante los ojos”.
Haber reconocido su responsabilidad, con el único objetivo de “desculpabilizar al pueblo alemán”, pudo estar en la base de que no fuese condenado a la pena de muerte en el Proceso de Nuremberg, a diferencia de otros jerarcas del régimen nazi. Él esperaba morir, le confesó a Fest, sobre todo después de la proyección durante el juicio de la película aportada por el ejército norteamericano sobre los campos de concentración. ¿Por qué se defendió, entonces, con tanta convicción argumentando sobre el predominio de la técnica frente a la voluntad del hombre? Speer reconoció que lo hizo por “motivos deportivos”. Esa frialdad no era desconocida por Fest: cuando lo vio por primera vez en 1967, poco después de cumplir veinte años de condena en Spandau, su retrato era el de una “persona culta y con una carencia total de emociones”: “Desconcierta la frialdad mecánica en todo lo que dice sobre el pasado”. Su falta de gratitud por no haber acabado en la horca, sólo tiene una explicación para Fest: “No quería tanto salvar su vida como, simplemente, no perder”.
 Si con alguien Hitler se mostró indulgente y tolerante fue con el joven arquitecto Albert Speer (Mannheim, 1905), al que nombró asistente de Paul Ludwig Troost, el arquitecto predilecto del “führer”, encargado de construir la nueva Cancillería, el edificio que debería representar el inmenso poder del nuevo régimen. En sus “Memorias”, relata una de las confidencias de las que Hitler le hacía partícipe: “Tengo dos posibilidades: conseguir mis objetivos o fracasar. Si logro salir adelante, me convertiré en uno de los grandes de la Historia; si fracaso, seré condenado, despreciado y maldecido”. Y así fue, la muerte repentina de Troost situó a un Speer de 28 años al frente de la planificación arquitectónica y urbanística de un régimen cuyo estilo no debería ser el más “adecuado para una empresa jabonera”, según Hitler: “Dentro de poco tendré que celebrar reuniones importantísimas, y para eso necesito grandes vestíbulos y salones que me permitan impresionar sobre todo a los pequeños potentados”.
 Hitler participó activamente en los trabajos de Speer y juntos definieron lo que debería ser la obra magna del Reich, “Germania, capital del mundo”, la gran reforma urbanística que haría de Berlín la capital del planeta. Proyecto que, como todo lo construido por Speer, acabó en escombros, quizá siguiendo los siniestros designios de Hitler y su admiración, según confesó el arquitecto a Fest, por los “héroes fracasados”: el Holandés Errante y el Siegfrid de las óperas de Wagner. Y fascinación por las ruinas, de manera que cada ciudad destruida “era como una nave quemada”, le confesó Hitler: “Reconstruiremos las ciudades más bellas de lo que fueron jamás”.
Explica Fest que todas las dudas que podían asaltar a Speer sobre Hitler y su afán de poner el mundo a sus pies, quedaban aplacadas cuando le oía hablar de arquitectura y, sobre todo, cuando el propio “fürher” dibujaba sin parar bocetos de las obras que a continuación entregaba a sus colaboradores técnicos para que le dieran una concreción: bocetos de edificios oficiales, reformas urbanísticas y muchos búnkeres. Speer tampoco comprendía que Hitler fuera tratado como un demonio, cuando con él era una persona afable, tolerante, con el que podía discutir apasionadamente de los proyectos. “Esa imagen la han propagado precisamente aquellas personas que, hablando en plata, se cagaron en los pantalones, con el fin de ocultar su propia cobardía”, dice el arquitecto. Y habría que haber visto a aquella encantadora persona tratando con actores, cantantes y estrellas de cine.
La demencia de Hitler es aún mayor cuando, además de querer conquistar el mundo y desarrollar una inmensa industria de la muerte, pretendiera pasar a la historia como un “patrón de las artes antes que como estratega militar”. Sus referentes, cuenta Speer, eran la Atenas de Pericles y la Florencia de Lorenzo de Médici, y llegó a comparar a las autopistas alemanas con el Partenón. A Hitler le preocupaba no estar a la altura de las discusiones sobre arte, una de las cuestiones que más podían minar su autoestima. Speer, dice, se dio cuenta de que Hitler se preparaba los temas, leía y estudiaba para poder estar a la altura en las conversaciones. Conocía bien la historia del arte del siglo XIX, pero su diagnóstico sobre la Bauhaus, por ejemplo, no se apartaría en nada del mismo desprecio con el que trató al “arte degenerado”: sus edificios los definió como “gallineros acristalados” en los que la gente nunca querrá vivir.
La grandilocuencia y desproporción de las estética que quiso imponer el Reich quedó plasmada en la Gran Nave diseñada por Speer y que debería alzarse junto a la Puerta de Brandemburgo, una nimiedad casi imperceptible frente a un edificio que debía albergar 180.000 personas, con una altura de 290 metros y una cúpula de 250 metros de diámetro, una construcción monstruosa que sufría de cefalitis. En la primavera de 1939, Speer realizó un viaje por Italia junto a su mujer (sus cuatro hijos se quedaron con su madre, que fue diariamente agasajada por Hitler, que desplegó con ella todo su “encanto vienés”) y fue al visitar San Pedro, en Roma, cuando comprobó que no dejaba de ser una arquitectura “íntima” comparado con sus proyectos para Berlín y Nuremberg. Tuvo que recurrir a la cineasta del régimen, Leni Riefenstahl, para que ésta le explicase que la fotografía agrandaba las distancias.
 Los bocetos de Hitler, sin embargo, no ocultaban sus intenciones. Además de la Gran Nave, debía construirse también la Biblioteca Estatal, proyecto que luego se aparcó. En boceto del propio Hitler, las personas que aparecen a pie de edificio, apenas una macha borrosa, tienen un tercio de milímetro de altura, lo que supondría, según cálculos de Speer, que debería tener 70 metros de longitud por 460 metros de altura (el Empire State de Nueva York mide 443 metros, incluida la antena). Una de las confesiones más paradójicas de Speer se refiere al impacto que causó en Stalin su pabellón alemán para la Exposición Universal de París de 1937, un edificio que, según el dirigente comunista, había hecho sombra al pabellón soviético. En 1940, Stalin buscó a un mediador para que consultase a Hitler si permitiría el viaje de Speer a Moscú. La respuesta del “führer” fue que Stalin lo metería en un “agujero para ratas” y que no le dejaría salir hasta que no hubiera construido la nueva Moscú.

Speer, a la izquierda, visita París junto
a Hitler el 23 de junio de 1940
Albert Speer murió el 1 de septiembre de 1981en un hospital de Londres, precisamente, en el transcurso de un viaje a Inglaterra. Se habrá podido llevar a la tumba muchos secretos, pero sin duda ha sido el más alto responsable del régimen nazi que más ha detallado la historia de uno de los capítulos más negros de la humanidad. Se le recordará en la película “El hundimiento” –basada en un libro de los últimos días de Hitler de Joachim Fest.- visitando el búnker donde se encontraba el “führer” para despedirse de él. Se opuso a la política de “tierra quemada” impuesta por el dictador y llegó a sabotear infraestructura del régimen. En las conversaciones con Fest, hay un punto especialmente tenso. Cuando insinúa que podría existir “una relación homoerótica activa o incluso una relación homosexual encubierta”. No aceptó en un ningún momento el término “erótico”, aunque sí que a él no sólo le movían inclinaciones “objetivas” para seguir a Hitler.
Tras el anuncio de ETA de que deja las armas, algunos opinan que no es perdón lo que deben pedir los terroristas, sino cumplir sus condenas. Es cierto, pero no lo es menos que hay una responsabilidad superior a la que deben dar cuenta. Speer dice que la condena de veinte años que cumplió fue “poco adecuada para medir la responsabilidad histórica”. “Aquella fotografía, en cambio, –la de la familia que es conducida a la cámara de gas- despojó mi vida de toda sustancia. Sobrevivió a la sentencia”. 
ETA deberá escribir su relato. Pues que lo escriba.
Ya veremos.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Stephen King y los monstruos de la historia




Stephen King acaba de publicar en Estados Unidos «11/22/63», su última novela. Más de ochocientas páginas dedicadas a un viaje en el tiempo, que es, de todas las aventuras posibles, la única que podemos confirmar que es imposible. Imposible en cuerpo y alma. Aunque al pasado estamos viajando constantemente, incluso podemos vivir en él, peleando todavía en viejas batallas, pidiendo justicia por las heridas de nuestros antepasados, imaginando qué hubiera pasado si todo hubiese sido de otra manera y si la guerra la hubieran ganado los que la perdieron y aquel presidente, de acrónimo JFK, hubiese salido ileso del atentado que acabó con su vida.
Estamos viajando, claro está, al pasado. Pero el pasado puede rebelarse y los protagonistas de la historia negarse a incumplir el destino que se les dio, o que con tanta irresponsable obcecación construyeron, en el «remake» que se les propone ahora. La última novela de Stephen King no es de terror, pero puede ser terrorífica si seguimos la secuencia de hechos y los muertos pudiesen levantarse de sus tumbas, recomponer el polvo en el que se ha convertido su cuerpo y desandar el camino hasta la vida, en la caso que nos ocupa, al asiento trasero de un Lincoln Conti’61, un 22 de noviembre de 1963, soleada mañana de Dalas, Texas. Eran las 12,30.
Allí se encontraba Jake Epping, un profesor inglés en un colegio de Lisbon Falls, Maine, de 35 años, machacado por un divorcio, para intentar evitar el asesinato de John F. Kennedy, pero que no consigue porque, como decíamos, los hechos se imponen sobre los deseos y sobre cualquier manipulación, en el sentido literal: meter la mano y modificar la historia hasta que se ajuste a nuestro gusto. Pero Epping encontrará por el camino el amor que había perdido, Sadie, una bibliotecaria de un pequeño pueblo de Texas, desde donde observa la vida de Lee Harvey Oswald (por cierto, Stephen King no cree en la teoría de la conspiración y está convencido de que Oswald actuó solo) y comprueba feliz que la vida entonces era mejor: la música y la comida.
Por la comida empieza esta historia. Al Templenton tiene un restaurante de hamburguesas que vende a un precio irrisorio: un dólar por la mejor carne de Maine. ¿Cómo lo consigue? Muy sencillo. En el sótano de su establecimiento hay una puerta que se abre un determinado día año; si la traspasa se encuentra viviendo el 9 de septiembre de 1958 y podrá comprar la mejor carne a un precio de hace cincuenta años. Al, de paso, quiere salvar la vida de JFK, pero no lo consigue: un cáncer acaba con él (ya lo decíamos: la historia se rebela). Epping descubre el secreto del carnicero y acepta realizar el viaje. Después de todo, era un hombre desesperado y no tenía nada que perder.
Este es el último Stephen King, intentando reescribir la historia de Estados Unidos, pero sin conseguirlo. Schopenhauer lo expresó muy claramente: “Cuando repasamos con detenimiento algunas escenas de nuestro pasado, todo se nos antoja tan bien concertado como en una novela meticulosamente planificada”. Así sea. 

lunes, 3 de octubre de 2011

Por una patada de Pollock

"Life" consagra a Pollock dedicándole tres páginas en 1949

El problema de Jackson Pollock ha sido siempre que su pintura era considerada como un producto destilado de la improvisación y el azar más arrobado. Incluso, lo que es peor, sus célebres “driping”, el goteo gestual de la pintura directamente del bote sobre el lienzo extendido en el suelo, era la expresión de un hombre alcohólico. De ahí, entre otras razones, que su obra se haya resistido más de la cuenta a un mercado más puritano de lo que parece (aunque el puritanismo, en estricta doctrina capitalista no es un buen principio).

“The New York Time” anunció hace un par de años que se había producido la venta privada de un “driping” de Pollock (el “Nº 5, 1948) por 140 millones de dólares, una cifra sorprendente, no por la capacidad especulativa de algunos coleccionistas –en este caso del mexicano David Martínez, un comprador a gran escala acostumbrado a hacerse con obras de Rothko o De Kooning-, sino porque el precio pagado es más de diez veces su récord en subasta. En la primavera de 2005, “Nº 12”, de 1949, se vendió por 11,6 millones de dólares, un cuadro que, además, procedía de la colección del mismísimo MoMA con el objetivo de recaudar fondos para su ampliación, que finalmente se hizo. 

La segunda sorpresa salta cuando la fecha de “Nº 5” coincide precisamente con el momento en el que Pollock deja de beber durante unos años, algo que no es una anécdota en su caso porque su obra ha estado lastrada para el gran público por ser la de un bebedor brutal e incomprensible, y la abstinencia el primer paso hacia la fama. Si era conocido como “Jack the Dripper” (“Jack el Goteador”), Tom Wolfe, quien tantas ácidas páginas ha dedicado al grupo Expresionista Abstracto de Nueva York, prefirió bautizarle como “Jack el Destilador”. Y hay una coda simbólica en esta operación: de la noche a la mañana se ha convertido en el pintor más caro de la historia, superando a Picasso y haciendo realidad el tan deseado relevo en la primacía del arte internacional, “pelotazo” mediante.

Cuando en el otoño de 1998, el MoMA celebró la última gran retrospectiva dedicada a Pollock, el objetivo de su comisario Kirk Varnedoe fue constatar y celebrar que “es el eje que separa las dos mitades del arte de este siglo” que arranca con Picasso. Por fin, se hace realidad lo que tanto persiguió Clement Greenberg, el que puso palabra y texto –sobre todo interminables textos- a la ascensión de Pollock. Tom Wolfe (en “La palabra pintada”) se ríe de las aspiraciones morales del “gurú” de Culturburgo (la calle 10 en el Greenwich Village): “Greenberg no sólo cuestionaba el futuro del arte sino la verdadera calidad, la verdadera posibilidad de la civilización americana”.

TomWolfe vuelve a lanzar otro dardo para explicar a quién le gustaba la pintura de Pollock:  a los interioristas “que decoraban la monótona blancura de los apartamentos entonces de moda”. El gran tamaño de los cuadros es otra de sus aportaciones, según Irving Sandler. Pero no se sabe por qué, un día dejó la abstracción pura para volver a la figuración, cambio que no todos comprendieron. Era 1953 y volvió de nuevo a la bebida con lo que emprende un camino de destrucción que finalizará con su muerte. Con la exposición que le dedicó el MoMA quisieron demostrar que no se trataba de un romántico bebedor y que no fue el alcohol lo que desembocó en la técnica del goteo. Incluso en aquella ocasión se presentó un sofisticado método de reconstrucción de cómo funcionaba el “driping”, una técnica, claro está, mucho más compleja que lo que creían sus detractores.

Cómo llegó Pollock al “driping” es un misterio. Se habla que pudo ser producto de una patada contra un bote de pintura, gracias a los indios navajos que espolvoreaban tierras coloreadas en su ritos (Irving Sandler, en “El triunfo de la pintura norteamericana”, sostiene que sí que le pudo interesar que los indios navajos luego destruían la obra), incluso el ver el suelo salpicado de pintura. En todo caso, siempre estaba relacionado con un gesto violento, lo que, por otra parte, ayudaría a cerrar el círculo de una “vida americana”. Pollock se convierte en el modelo de tipo americano, solitario, primitivo, de escasa cultura, intuitivo, débil por dentro y duro por fuera, que murió en accidente de automóvil, borracho, en 1956, un año después del que acabó con la vida de James Dean. La palabra la ponía Greenberg y luego Harold Rosenberg, quien acuñó el término de “action painting”, método por el cual no bastaba con pintar sino que el cuerpo entero entrara en la pintura y se hiciera pintura: mirar un cuadro, como por una ventana, se había convertido en un simple hábito burgués. Sin embargo, aún teniéndolo todo a su favor, incluso la complicidad de Peggy Gunggenheim, que lo expone en su famosa Art of This Century Gallery (pese al célebre suceso de llegar un día borracho a la casa de la rica mecenas durante una cena de gente aún más rica, quedarse completamente desnudo y ponerse a orinar en la chimenea), no conseguía vender sus pinturas. 

Si algo tiene nuevo el grupo Expresionista Abstracto es que necesita a un crítico a su lado que explique la obra. Siempre aparecieron como algo elitistas, incluso para la crema de los coleccionistas. Pero incluso cuando, al fin, la revista “Life” decide dedicarle en 1949 tres páginas a Pollock, a Greenberg no le gustó que confesara que en las “madejas” de pintura creadas con su “driping” “al final siempre hay imágenes identificables”.





sábado, 1 de octubre de 2011

Camus en el descampado



Camus, con gorra, jugaba de portero, a pesar de su estatura


Es inevitable preguntarse, o al menos lo es para mí, qué pensaría de la multiculturalidad, de la revuelta de los suburbios franceses, de la "primavera árabe", de un mundo que asiste perplejo a la ascensión de un enemigo planetario que no son sino sus viejos amigos de Bab el-Ued con los que jugaba al fútbol (fue portero, el más bajito de todos, y en alguna fotografía aparece con una gorrilla formando con su equipo en un paraje con un sol sin sombras). Fue pobre pero no proletarizó su escritura, es decir, no la hizo sumisa, sino pendenciera y brillante. A los intelectuales de la “rive gauche” ya les dijo Camus que ellos conocían el hambre por los libros, mientras él sabía qué era ponerse el sol con el estómago vacío. Camus fue un “pied noir” y eso, para los del Café Deux Magots era la clave de todo: la razón de la tierra irracional se antepone frente al itinerario estalinista de la redacción de “Les Temps Modernes” (Sartre y los “resistentes de la Côte d’Azur”), que le menospreciaron por “chapucero filosófico”. Pero al final, tuvo que admitir, siempre celoso de su atractivo, que era mejor equivocarse con Camus que tener razón con Sartre.

Argelia es el gran tema de Albert Camus. Durante treinta años –de los escasos 46 que vivió- aparece en sus escritos como la cuestión que empapa su imaginación en novelas e inspira ensayos en busca del descrédito de la razón histórica frente a la verdad de la tierra que pisan los hombres. En esa tierra polvorienta está su única patria, donde proyectaba construir una  nueva Francia árabe y democrática. Qué utópico suena hoy hablar de democracia en el Norte de África y, por el contrario, con cuanta clarividencia predijo el nefasto futuro del totalitarismo que se asentó, primero desde el FLN, y más tarde desde un funesto fundamentalismo  construida a base de matanzas. Es en el tema de Argelia donde Camus se erige en el gran solitario de los intelectuales franceses al defender lo que nadie quiso ver, que “una Argelia constituida por poblaciones federadas y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible con respecto a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio del islam que no conseguiría con respecto a los pueblos árabes más que una suma de miserias y de sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés de Argelia de su patria natural”. Escrito en 1958 como prólogo a las “Crónicas argelinas (1939-1958)” (reunidas en Alianza Editorial) explica por qué su soledad en un país donde izquierda y derecha se repartieron escrupulosamente sus papeles, unos cultivando el “reflejo moral”, los otros el “reflejo patriótico”.

Nació en Mondovi (hoy Drean), al este de Argel. Su padre fue un colono procedente de Alsacia que murió en la batalla del Marne cuando él sólo tenía tres años; su madre, una silenciosa española de Menorca, Catherine Sinntés, vivió y murió en Argelia mientras el hijo se hacía un escritor de éxito en París. Su célebre frase “entre la justicia y mi madre, yo escogería siempre a mi madre”, un manifiesto que todavía se escudriña para descubrir dónde está la raíz de la rebeldía de Camus, ni siquiera fue escrita, tiene algo de apócrifa, pero sigue temblando: lo dijo en Estocolmo en los días del Nobel, cuando a la enésima pregunta sobre ¿qué opinión tiene usted del colonialismo francés?, harto, dio el titular de su vida. Esto sí, cuando llegó a los oídos de los que tanto habían criticado su ensayo “El hombre rebelde” (1951), cerraron el círculo condenatorio que decía: “Su moral se ha convertido primero en moralismo, hoy no es más que literatura, mañana será quizás inmoralidad”, escribió Francis Jeanson por encargo de Sartre.

Para muchos, Camus no dejó de ser el “pied noir” que jugaba a fútbol en los descampados de Argel. Cuando en 1939 (tenía 26 años) escribió “Miseria de la Cabilia”, una serie de reportajes a raíz de la hambruna que sufrió esa zona superpoblada de Argelia, y que publicó en “Alger republicain”, el efecto fue devastador. De inmediato, el diario fue cerrado y él tuvo que instalarse en París. En estos artículos, sin una gota de sentimentalismo, adelanta lo que sería su manera de percibir la política: “Siempre se han hecho progresos cada vez que un problema político se sustituye por un problema humano”.

No dudó Camus en definir como terrorismo los asesinatos indiscriminados del FLN ni en denunciar las torturas del ejército francés. En los artículos de “Combat” publicados en 1945 anticipa la posición que enervó a sus adversarios, y de manera especial a Sartre, con “El hombre rebelde”, que en el crimen político, no importa la causa, está la raíz misma del totalitarismo. No tuvo miedo a denunciar, en plena Guerra Fría, la indulgencia con que la izquierda internacional trató el colonialismo soviético. La posición que mantuvo Camus cuando se planteó la posibilidad de la independencia y ya no valía argumentar que en Argelia vivían 1.200.000 franceses o que había árabes, como los del diario “Égalité”, que citaban a Pascal y proclamaban que “cambiamos cien señores feudales de todas las razas por cien mil maestros y técnicos franceses” era el “reconocimiento de una nación argelina unida a Francia mediante los lazos del federalismo”.  Quizá, tal y como han ido las cosas, tenga un aire utópico, pero Camus, cuando la guerra había puesto sobre la mesa un proceso de descolonización sangriento administrado, según escribió, entre “paralíticos” y “epilépticos” y sólo le quedaba una última propuesta de “tregua civil” para salvar vidas, aún tuvo fuerzas para escribir que nunca hubo nación argelina y que los franceses de Argelia también son indígenas.









lunes, 26 de septiembre de 2011

Flor del jaracandá

Lo más llamativo de la vegetación de México DF en estos días es el jacarandá, árbol del que brota una flor violeta, malva y mortecina, tan irreal que podría ser fúnebre, pero no lo es. Sobrevuela por encima de los otros árboles con una belleza que oculta todo los rojos más violentos y el tráfico infernal. Es el fruto de un Estado fallido, ¿no? Ahora la discusión es saber si México es o no un Estado fallido: no ser aun queriéndolo. Freud estudio los “actos fallidos”, aquellos errores cometidos porque ha interferido un deseo. Los fallos no son involuntarios, son una traición. México está acosado por el narcotráfico, incluso su capital está rodeada por los cárteles, dice “El Universal” (“Narcoguerra sitia a la capital”), cercada por un nuevo estado cuyos funcionarios, como los héroes de la lucha libre, tienen nombres ingénuos: La Reina del Pacífico, El Rex, El Chapo, El Azul, El Doctor, El Barbas, El Vicentillo, El Mayo, El Gaviota. Dicho estado fue el segundo en adquirir un sistema de televisión propio (de ahí que su voz sea para nosotros la voz doblada de las series futuristas), después de su vecino del norte, que ahora lucha sin cuartel contra El Mal. ¿Pero no era la televisión quién vertebraba a los países?

viernes, 16 de septiembre de 2011

La culpa es del fotógrafo


Lo terrible es viajar con las mejores ropas hasta al fin del mundo. 
Da pudor mirar ese decoro

El funcionario cumple órdenes, y el funcionario encargado de hacer las fotografías cuando llegaban los deportados al campo también hacía su trabajo. Meticulosamente. Miles de fotos ordenadas y clasificadas, por supuesto, para la historia, pero también para el inspector que tenía que revisar si el trabajo se hacía correctamente, lo que nos anuncia un par de cosas: que no eran conscientes de estar cometiendo un delito –la palabra “genocidio” no entra en vigor hasta 1948- y que el mundo, al final, cerraría los ojos ante la Solución Final. Walter Benjamin, que huyó de esta forma de muerte industrial y acabó, como es sabido, suicidándose en un hotel de Portbou perseguido por nazis y a la espera de los colaboracionistas españoles, escribió que la fotografía abre un mundo de imágenes que "habitan en lo minúsculo, suficientemente ocultos e interpretables para haber hallado cobijo en los sueños en vigilia". Podemos así observar detalles de la vestimenta en las personas que llegaban a Auschwitz, un decoro que me produce pudor mirar. Esa normalidad de un día soleado -¿o es que sólo se muere los días de tormenta?- que no puede anticipar un futuro terrible e inmediato. 

Lili Jacob tenía dieciocho años cuando llegó a Auschwitz. Era el campo de exterminio más grande de los cuatro que se construyeron en territorio polaco y desempeñó un papel fundamental en la ejecución de la Solución Final. El 26 de mayo de 1944 se detenía en el andén de Auschwitz-Birkenau un «transporte» con 3.500 judíos procedentes de la aldea de Bilke, en los Montes Cárpatos, un territorio que Hungría se anexionó de Checoslovaquia. Habían salido dos días antes sin destino conocido en unos vagones de transporte de animales. Era el último colectivo judío más numeroso de Europa, ortodoxos y de habla «yiddish». Eran hombres, mujeres, niños, viejos y enfermos identificados con una estrella amarilla en el pecho. Lili Jacob viajó con sus padres y sus seis hermanos y otros miembros de la familia y unos cuantos enseres personales de los que fueron despojados nada más poner los pies en tierra. En el andén fue separada de sus familiares y no los volvió a ver nunca más: muy poco después fueron llevados a la cámara de gas. Ella era apta para el trabajo y se salvó. «Arbeit macht frei». El trabajo os hará libres. Así rezaba en el frontispicio de la mayor fábrica de la muerte nunca concebida por el hombre.

Lili Jacob pasó los últimos años de la guerra en el campo de Roa Mittelcau, en Turingia. El 9 de abril de 1945, cuando los soldados norteamericanos liberaron el campo y ella buscaba algo de ropa en los armarios, encontró un álbum de fotografías. Lo hojeó apresurada y le llamó la atención encontrar retratados de algunos de los familiares que llegaron un año antes a Auschwitz nada más bajar del tren, incluso a su rabino, Naftali Zvi Weiss, escribe ella misma. Allí estaban viejos conocidos de su pueblo escoltados por los soldados de las SS; miran abstraídos a alguien que les fotografía desde lo alto del vagón.

¿Es esta la novela de Lili Jacob? «No es una novela, sino una epopeya trágica porque cuenta la historia de cómo se exterminaron metódicamente a millones de judíos, no hay nada de ficción aunque la crueldad sea tan grande que cueste creer que el hombre sea capaz de cometer un crimen tan horrendo». Quien así habla es Serge Klarsfeld, hijo de un superviviente, que editó por primera vez, en 1980, el álbum y convenció a Lili Jacob para que donase las fotografías a Yad Vashem, el Museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén, aceptando así la solicitud del primer ministro israelí Menachem Begin.

Hasta entonces, las fotografías que testimoniaban el Holocausto habían sido realizadas por los soldados aliados y soviéticos (como en el caso de Auschwitz) que liberaron los campos. Sin embargo, en las imágenes del “Álbum de Auschwitz” está la mirada fría, metódica y burocrática del agente nazi. Absolutamente despiadada. Son imágenes técnicamente irreprochables, de 8,2 por 11,1 centímetros, que servían para documentar la actividad del campo y, sobre todo, las tareas de identificación. El álbum que halló Lili Jacob, de cincuenta y seis páginas, contenía 189 fotografías que recogían el siniestro itinerario desde la llegada del «transporte» de los judíos de Bilke en el que ella viajó con su familia, el primer contacto en el andén con los vigilantes de las SS, su selección posterior, hasta el paseo en ordenada fila hacia la cámara de gas de los más débiles. Además, había un apartado con 63 fotografías sobre la visita de Himmler a Auschwitz, en una inspección “rutinaria” que no oculta las intenciones últimas de la demencia nazi. Incluso en el reverso del álbum –forrado en lino marrón y con protectores metálicos en las esquinas- hay escrita una misteriosa dedicatoria que invita a imaginar cómo era los ejemplares funcionarios de Hitler: «En recuerdo de tu estimado, inolvidable y fiel, Heinz».

La primera vez que estas fotografías aparecieron en público fue en el juicio al nazi Adolf Eichmann que tuvo lugar en Jerusalén en 1961, hace cincuenta años. «Esas fotografías siguen estando vivas -dice en conversación telefónica desde París Serge Klarsfeld- porque revelaron la verdad del exterminio judío y puso rostro a la víctimas, hasta entonces eran montones de muertes y seres consumidos». ¿Cómo continúa la «novela» de Lili Jacob? En un proceso a veintidós nazis que «trabajaron» en Auschwitz, celebrado en Fráncfort en febrero de 1964, se descubrió la identidad de los autores de las fotografías del álbum. Eran dos miembros de las SS, Bernhard Walter, jefe del servicio de identificación, y Ernst Hoffmann, su ayudante. Lili Jacob compareció en el juicio, abrazada al álbum, pero se negó a entregarlo como prueba inculpatoria.

«En 1978 oí hablar de esas fotografías. Yo estaba preparando una investigación sobre el extermino de los judíos franceses en Auschwitz cuando recibí un sobre con sesenta fotografías procedentes del Museo Judío de Praga, eran copias del álbum, así que pensé que las originales deberían ser más. Comprendí entonces que tenía que buscarlas, estuviesen donde estuviesen. Cuando por fin encontré a Lili Jacob, ella me dijo que esas fotografías no interesaban a nadie y yo le dije que sí que interesaban, que era nuestra memoria. Entonces le propuse que las donase a Yad Vashem», explica Klarsfeld, un «cazador de nazis» que desde la Fundación Beate Klarsfeld realizó en 1980 una edición limitada de «Álbum de Auschwitz».

Desde la edición de estas fotografías realizadas con un sobrio estilo sumarial, los muertos recobraron su propia vida y en cada edición se ha añadido un dato más sobre la identidad de las víctimas, muertos o supervivientes. «Eva Spiegel, hija de Naftali Megid de Tecso» o Sarah Marton, hija de Shmulke Fuks de Visk. Sobrevivió», puede leerse al pie de una fotografía. «La identificación es fundamental porque la realidad del Holocausto no son números, sino que detrás de cada una de esas cifras hay un nombre, una vida y una historia», dice Klarsfeld, que reconoce que con el paso del tiempo, y la muerte de los supervivientes y de sus familiares, se hace imposible la identificación. La propia Lili Jacobs, que emigró en 1948 con su marido a Estados Unidos, murió en diciembre de 1999, con setenta y tres años. Pero albergaba alguna esperanza: «Quizá todavía se pueda detener a algún asesino nazi en Alemania».

Es fácil mirando estas fotografías pensar que aquellas personas que pusieron los pies en el andén de Auschwitz-Birkenau un soleado día de mayo de 1944 desconocían su destino. Vestidos como si fuesen de paseo un día de fiesta, como si supiesen que emprendían un largo viaja, asustados pero sin perder la dignidad, atienden las órdenes de los SS, como si fuesen sus salvadores; otros, miran fijamente a la cámara, sabedores de que estaban en el final del trayecto. «No hay misterio en el exterminio del pueblo judío por el pueblo más avanzado y culto en el corazón de Europa, sino explicaciones históricas», afirma Klarsfeld.


(“Álbum de Auschwitz” sólo se ha editado dos veces más, en Nueva York, en 1981, y en España por Casa Sefarad-Israel)

jueves, 15 de septiembre de 2011

Obama y la cultura "hipster"


Miles Davis durante la grabación de
"Kind of Blue" en 1959


Volvemos a Norman Mailer. Él, que escribió de casi todo lo importante que pasaba en Estados Unidos, no lo pudo hacer sobre cómo un hombre negro llegó a la Casa Blanca. Sin embargo, en 1959 escribió “El negro blanco”, un artículo (reunido en “América”) donde introduce un concepto que hoy ha vuelto, el “hipster”, aunque con otro tono (el joven “antifashion”), esa manera de encarar la vida en los submundos de norteamerica como si tuvieras un pie en el delito y el otro en la libertad absoluta. Mailer creía que ese modelo de hombre existencialista, si alguien podía encarnarlo plenamente, eran los negros, porque “saben más de la fealdad y peligro”, y serían ellos quienes transferirían a la cultura blanca una actitud “hipster” –antecedente de hipi-, libre, rebelde, vitalista, y una gramática: “flipar”, sin ir más lejos. El jazz fue la primera dosis fuerte: Miles Davis grabó el mítico “Kind of Blue” en 1959 y Bill Evans fue la única nota blanca y luminosa del septeto. El desarrollo de esa cultura dependería de que el negro sea la fuerza dominante en EE UU, pero –avierte Mailer- “es probable que, en caso de obtener la igualdad, posea una superioridad potencial, superioridad tan temida...”.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Compadece al que cae

Foreman cae ante la mirada de Casius Clay en Kinshasa, en 1974
                                                                        


“Siento compasión por los hombres que pierden”, dice Norman Mailer en los minutos finales del “Cuando fuimos reyes” (1996), que relata el combate entre Mohamed Ali y George Foreman celebrado en Kinshasa, Zaire, en 1974. Podía haberle rematado con su derecha, relata Mailer, cuando el cuerpo de Foreman se desplomaba pasando por delante  del torso de Casius Clay, pero prefirió “la estética del hombre que cae” antes que lanzarle un último golpe que sólo hubiera ensuciado el reconocimiento hacia su adversario, un gran boxeador, Foreman, que después de ese combate cayó en una profunda depresión y volvió a reinar veinte años después. Creo que ese sentimiento impregna toda la obra de Mailer: la comprensión hacia el hombre que cae, sea un pobre asesino o un magnicida loco. En la historia moderna de Estados Unidos no es una posición cómoda. Lo dejó claro en sus libros dedicados al ajusticiamiento de Gary Gilmore (“La Canción del Verdugo”) y al asesino de John Kennedy, Lee Harvey Oswald (“Oswald. Un misterio americano”).De llegar a escribir sobre el 11-S, sin duda su posición también habría sido incómoda.

Que pasen diez años


Norman Mailer no llegó a tiempo para contar qué pasó el 11-S

Norman Mailer murió en 2007. Poco antes había dicho que debería dejarse pasar diez años por lo menos para escribir sobre los atentados del 11-S. Escribir literariamente. O escribir como él hizo, por ejemplo, en “La canción del verdugo” o en "Oswald. Un misterio americano". Nunca he entendido, dicho sea de paso, por qué se le ha llamado a ese género “periodismo literario”. Pues bien, Mailer hubiera dejado pasar un tiempo antes de hincarle el diente a una historia marcada sobre todo por nuestra apreciación estética y solamente estética. No es una ley que Mailer haya aplicado a todos sus libros, o no de manera tan tajante. Por ejemplo, los sucesos que narra en “Oswald” (el asesinato de JFK) transcurren en 1963 y el libro se publicó en 1995. En el caso de “La canción del verdugo”, apenas dos años después de que Gary Gilmore  fuese ejecutado en 1977 en una cárcel de Utah, cumpliéndose así su propio deseo, Mailer daba a la imprenta el libro.
Por lo tanto, en el caso del 11-S todo nos hace pensar que es diferente. Mailer intuía o sabía que se trataba de un asunto mayor, que era el gran tema, y estoy convencido que de haber vivido habría escrito sobre ello largo y tendido.
No todo el mundo ha respetado la “ley Mailer” y no han podido dejar de escribir, incluso de hacer alguna película prescindible, y no sabemos a qué espera  Peter Sellars para llevarlo a una ópera en MET: Mozart, por supuesto. ¿Se imaginan? Por ejemplo: un bróker se queda dormido con su amante tras una noche de fiesta y no acude a la oficina en la planta 72 de la torre norte del WTC. Se salva, mientras ve caer los rascacielos, pero ella lo abandona por otro hombre que quizá a esas horas ya habitaba entre los escombros… Como ven, a mí, sin ánimo de personalizar, también se me ocurren, o son más fáciles las ocurrencias, cuando nos situamos en el plano estético de la historia y, atraídos por las formas sublimes del mal, queremos meter una patita en el otro lado, pero con precaución: cómo fue el último minuto en la vida de alguien, o cómo el azar siempre salva, si juega a tu favor.  Pero ¿y el otro plano? ¿Qué pasa con él? Quizá no ha llegado la hora, como ya nos anunció Mailer.
Frédéric Bigdebeder no lo creyó así y en 2004 publicó “Windows on the World”. Un padre lleva a desayunar a sus dos hijos al restaurante de una de las torres, el Windows on the World, y desde allí viven el final de todo. El Final de Todo. O del Todo. Hay algo de apocalipsis en toda esta puesta en escena, Incluso Bigdebeder se permite, como buen publicista, ofrecer la visión que desde el avión tienen del rascacielos antes de estrellarse. Muy audaz y juvenil. Martin Amis, por el contrario, recurre al ensayo, pero la cabra tira al monte y rápidamente fabula con la posibilidad de que Mohammed Atta se hubiese partido la crisma en la ducha la mañana del 11-S antes de ir al trabajo. Mientras se rasura el vello del cuerpo cumpliendo las normas de los mártires islamistas, el arrobo, la alegría o el maldito jabón –siempre ese dato empírico anglosajón- acabó con Atta en el suelo, llorando de dolor, desnudo y lleno de pelos y frustrando, de paso, el mayor atentado terrorista de la historia. Todo sucede, como vemos, en el último instante, alterando el devenir histórico por un fatal error, fascinados como siempre  por esa extraña ceremonia del reo que toma su última cena, incluso con delectación y capricho. Siempre contemplando el abismo desde la distancia.
Se suele hablar de “la caída” de las Torres Gemelas para referirnos a un atentado terrorista perpetrado por Al Qaida. La caída, como si fuera la caída de Pablo de Tarso del caballo, una especie de predestinación, un castigo en este caso Quizá Mailer hubiera ido más allá y no se hubiera quedado en ese estado pre político y religioso y hubiese buscado los errores que permitieron que ese atentando fuese posible en el “corazón” de EE UU, como por culpabilidad se repite. Sin duda sería una historia menos elegante, pero alguien tiene que hacer el trabajo sucio, también en literatura o en “periodismo literario”.
Lo que nos atrae es lo sublime, decíamos: la fascinación por el mal. Es la belleza de un acto destructivo. Ver una y otra vez la caída de las torres, los aviones segar como una cuchilla de fuego los rascacielos, esa limpieza cristalina de la mañana -sobre todo ese sol lleno de inocencia- en la que es imposible imaginar a muerto alguno, como así ha sucedido, porque no hubo muertos, y quizá podamos inaugurar una nueva medida, los “no vivos”. Una escrupulosa unidad de medida de desaparecidos, que parece ser es lo que las sociedades modernas y fácilmente traumatizables pueden soportar.

                                               Claude Eartherly, el piloto de Hiroshima, fotografiado
                                                               por Richard Avedon

Tras la bomba de Hiroshima también se habló de una nueva unidad de medida: “Megadeath”. Así lo cuenta Robert Jungk en la introducción a la correspondencia entre Günther Anders y  Claude Eartherly, el piloto que lanzó la bomba sobre Hiroshima. Ambos se escribieron durante años y de esta manera pudo Eartherly soportar la terrible culpa de arrojar –aun por el deber cumplido- la primera bomba atómica sobre una ciudad. Pero he ahí la palabra clave: culpa. No creo que exista en ninguno de los que planificaron los atentados del 11-S, 11-M y 6-J alguna deuda moral con las víctimas, que simplemente han pagado por su infidelidad. Eartherly estuvo internado años en hospitales militares, acabó con su matrimonio, intentó quitarse la vida en un hotel de Nueva Orleans, más tarde lo hizo en Waco y, mientras algún compañero de misión del Enola Gay, como el encargado del radar, vivía feliz porque solo habían lanzado una “bomba algo más grande” (otro su director de una fábrica de chocolate), él se retorcía y cometía pequeños delitos (atracos sin llevarse nada, talones sin fondo… ) para ser detenido y confesar públicamente ante algún juez cuál era su culpa.
¿No tenía la vida de Claude Eartherly todos los puntos para ser llevada al cine? Pues se intentó muy seriamente y recibió ofertas sustanciosas. “Solamente tenemos una vida, y si las experiencias de la mía pueden contribuir al bien de la humanidad, ése ha de ser su fin: no el dinero o la fama, pues yo debo a todos una explicación”, le escribiría a Anders. El filósofo Günther Anders era vienés, pero conocía bien Hollywood, cerca de cuyos estudios había vivido algunos años. Le recomienda que resista, incluso al detalle de la metodología de la creación del guión: “El tema del script”. “Desde hace cuatro décadas, la escritura de guiones cinematográficos es un trabajo rutinario realizado por especialistas del equipo de producción; y hasta los escritores de fama que son invitados a Hollywood para redactar guiones, se enfrentan siempre a la misma situación: se les arrebata los borradores y a veces incluso el manuscrito ya concluido, éste se pone a disposición de los especialistas, que lo transforman hasta tal punto que el producto final ya no tiene nada que ver con el manuscrito original. Tenga esto presente si gente del cine le solicita que escriba la historia de su vida…”. Pero Eartherly nunca vendió su vida al cine, aunque le dedicaron alguna canción y el Enola Gay dio nombre a un grupo pop. Ahí está siempre el Pop dispuesto a recoger las sobras.
Nos podemos conformar con pasar del Gran Hongo a la Gran Caída, de aquella luz nunca vista hasta entonces, de aquella ascensión desde la nada al derrumbe silencioso. Terry Eaglenton nos agua la fiesta cuando dice que en esa violencia indiscriminada “un tipo de absoluto pervive en un mundo tan alarmantemente provisional como éste”, que como se propone Raskolnikov en “Crimen y castigo” de Dostoievski, “los actos absolutos son posibles incluso en un mundo de relativismo moral, antros de comida rápida y programas de telerrealidad”. Así que podríamos deleitarnos en cuan sublime es la caída de Torres Gemelas, pero alguien deberá contar la historia de cómo fue posible. Algo tan sencillo, o quizá no tanto.    

lunes, 29 de agosto de 2011

Telendos



A Telendos, el trozo de tierra más pequeña en el que nunca había puesto los pies, se llega desde Mirties, un pueblo en la costa oriental de Kalymnos, una de las muchas islas que están frente a las costas turcas. Un barco cruza cada dos horas a una decena de personas, algunos sacos con verduras, cajas con otros alimentos y recados que se hacen de uno y otro lado. El barco había empezado a recoger las amarras cuando vimos que una mujer mayor, vestida de negro, gruesa, con un bastón en una mano y un bolso en la otra, se acercaba lentamente, balanceándose como un pesado péndulo que marca un tiempo antiguo. El patrón, que la vio y que la conocía, esperó siguiendo una ley no escrita, supongo: sin ella, el barco no podía zarpar.
Casi con un pie en la cubierta, se levantó precipitadamente un viajero, alto, corpulento, rubio, de facciones infantiles y cómicas, y le ofreció su mano, que ella aceptó y agradeció. En la travesía sólo se oía el suave murmullo del agua romper en la vieja embarcación. El sol y la brisa eran apenas un soplido templado. La cara del hombre que había ayudado a la mujer me resultaba familiar. Decidí que era un actor, seguro, lo había visto en alguna película, un actor secundario de esos que has visto en decenas de películas pero de la que no dirías el nombre de ninguna de ella y, ni mucho menos, cual era el suyo. Además, bromeó desde los asientos de estribor con mis hijas, sentadas en babor. Eran “gangs” clásicos, como meterse el sombrero hasta las cejas y luego simular que no podía sacárselo, o hacer que se caía al agua. Incluso tirar a su mujer por la borda o que él huía a tierra en el último momento. Ella, su mujer, estaba sentada a su lado y digamos que era la antítesis de él. Delgada, con unas gafas oscuras, muy blanca de piel, parecía ajena a todo y, por supuesto, no prestaba atención a las bromas de su compañero, que seguro las conocía de sobras. Sólo a final del trayecto, a punto de atracar, le indicó con la cabeza las bolsas de la compra que tenían a sus pies. Ella se levantó y fue de las primeras en bajar, él se quedó rezagado, seguro que bromeando con alguien –aunque no lo puedo asegurar-, y en ese momento oí un golpe terrible y un lamento animal: ella se había caído al poner el pie en el muelle. Entre todos, como suele ocurrir en esos casos, intentamos inútilmente calmar su dolor.
Cuando ella pareció más tranquila y se alejaba del brazo de su compañero, bajó del barco aquella mujer mayor vestida de negro con su paso lento y seguro. Podría parecer que acabábamos de asistir a la representación de un tragedia; después de todo estábamos pasando las vacaciones en Grecia y bromeábamos con estar sometidos a unas leyes antiquísimas donde todo era “mitológico”, incluso pedir una cerveza en una taberna.

Telendos era una aldea de unas decenas de casas con un puerto y una playa a los pies de “sus” reglamentarias ruinas y de un paseo empedrado y protegido del sol por unos árboles de los que todavía no sé el nombre. En aquella playa pasamos el día sin hacer demasiado esfuerzo: bañarnos discretamente, comer un bocadillo, leer un libro, dibujar. De repente, descubrí a la mujer que se había caído en el muelle sentada en el agua a unos metros de la orilla: parecía que calmándose el dolor en un mar milagroso. A su lado, su compañero estaba de pie, con el agua hasta los muslos, dos verdaderas columnas dóricas de terciopelo amarillo. Incluso una mujer le ofreció una infusión que ella se tomó sin levantarse del agua. Así la dibujé en mi libreta –en esas vacaciones me dediqué a dibujar: creo que la mano, aunque sea mi torpe mano, es más fiel que la cámara fotográfica-, sentada como una niña, con la cabeza inclinada, reducida a un trocito de carne blanca con un bañador negro mostrando la debilidad de su cuerpo. Luego escribí debajo: “Sentada en el agua cura sus heridas después de caerse al bajar del barco que nos llevó de Kalymnos a Telendos. Él, alto, gordo y rubio, me recordaba a un actor. En el barco hizo algunas bromas, como huir de su mujer. Al final, ella cayó y sufrió su dolor durante todo el día. Ahí la vemos en el mar como una diosa batida”.

A Joaquina le hizo gracia el dibujo pero no estuvo de acuerdo con la composición de lugar que me hice, plagada de un idealismo insensato, puro optimismo pueril. En primer lugar, no eran norteamericanos como yo creía. Quizá él podría ser un actor, si a mí me lo recordaba, pero ella, era evidente, estaba bastante harta de sus bromas y quizá por eso se cayó. Y en ningún caso él le ayudó en su dolor, porque estar junto a ella mojándose las piernas no quería decir que le aliviase su sufrimiento. Ahí quedó todo. Nos despedimos de Telendos cayendo el sol.
 Un domingo, comiendo los cuatro, recordé aquella isla como uno de los lugares más bellos que había conocido y bromeé sobre que si una noche no llegaba del trabajo me encontrarían viviendo en una habitación alquilada en el trozo de tierra más pequeña que nunca había pisado. Y recordamos el suceso de la mujer que se cayó en el muelle y a su compañero, el actor gordo y rubio. O a quien yo suponía un actor. Si en algo estaba de acuerdo Joaquina es en que él podía ser un actor: aquel gesto tan llamativo, porque se levantó de un salto que casi hizo escorar la barca, de ir a ofrecerle la mano a aquella mujer de la isla, no sé si de Kalymnos o de Telendos, o quizá vecina de otra más lejana, acostumbrada a que el barco le esperase si la veían llegar cargada por el muelle, o a hacer una travesía con mala mar sin inmutarse, fue algo histriónico.
Yo, sin embargo, insistí en que era un actor, no por ayudar a una mujer a subir al barco, sino porque a mi me lo recordaba. Sé que es indemostrable, quizá algún día me lo encuentre sin querer en una película. ¿Por qué un hombre de su edad –rondaba los setenta- se pone a hacer tonterías a unas niñas? Es un misterio. A veces expresamos nuestra felicidad de la manera más inesperada, también de la forma más ridícula. Joaquina argumentó que la actitud de su compañera, ajena a todo, demostraba que estaba acostumbrada a aquellos números sin duda inútiles y que, por lo tanto, ir a darle la mano a la mujer al muelle estaba en un guión estudiado y conocido por ella. Nada nuevo.

Muchas veces no estamos a la altura de las circunstancias, mientras los hechos van en una dirección, nosotros pataleamos como niños hacia otra. Es cierto. Pero no podemos negarle que le ofreció la mano de corazón, respondiendo a una educación refinada, quizá pasada de moda. Ese fue mi argumento. De no ser así, ¿qué nos queda por hacer, qué nos queda por representar? ¿No es mejor aceptar la comedia como una parte feliz e ingenua de la vida?
 Pero no, no eran norteamericanos, ni él era un actor que vive en un apartamento de Village de Nueva York desde hace cuarenta años. Eran ingleses, dice Joquina. O australianos, ¿por qué no?, añadí. La distancia de ella, la frialdad de su gesto durante la travesía, mirando hacia adelante como un mascarón imperturbable, mientras él palpaba juguetón un saco para averiguar qué contenía, si berenjenas o pimientos, sólo indicaba un tradicional desprecio hacia el colorismo de unos viajeros emocionados por cruzar un par de millas y creer que entraban en el paraíso, ahí donde yo me debía perder si algún día no llegaba del trabajo a la hora habitual. Pero ese no era el problema. Joquina insistía en que, actor y neoyorquino, mientras ella se dejaba la piel en el muelle, él estaba acabando su última actuación absurda. ¿Y quién, si no una inglesa, puede tomar el té –la infusión de la que hablaba- a las cinco de la tarde –pues esa era la hora- aunque sea metida en el agua curándose la piel y lo huesos magullados? Le pudo dar la mano a aquella mujer “mitológica” vestida de negro pero no ayudó a la de carne y hueso, a la de piel blanca,  que tenía al lado. Sin duda, aceptar este argumento es aceptar un fracaso, pero no sólo el de ese actor secundario –porque ¿ese fracaso sólo puede representarlo un actor secundario?-, sino el mío propio.
 Habíamos acabado de comer. Estábamos lejos de las islas griegas y de Telendos, pero seguíamos discutiendo sobre un suceso lejano que quizá ni sus propios protagonistas recordarían. No lo creo. ¿Pero alguien cree que suceden cosas más importantes que caerse en el puerto de una pequeña isla, el más pequeño trozo de tierra que hemos pisado?
 Joaquina y yo acordamos que cada uno tiene una apreciación de los hechos, pero que eso no debía suponer un juicio sobre las personas. Quizá la verdad de los hechos, como casi siempre, debe verse desde todos los lados, con distancia, pasado un tiempo. La discusión con Joquina había llegado un punto en el que yo parecía representar el papel de aquel actor y ella el de su mujer, como si defendiéramos dos causas enfrentadas que, en el fondo, no eran más que su vida y la mía. Entonces le propuse –no fue exactamente una proposición sino un giro dramático- que fuésemos a Nueva York o a Londres o a Birmnghan y les preguntásemos cómo vieron ellos, si es que seguían juntos, el suceso de Telendos.


Estoy en Nueva York, le digo a Joaquina, llamo a la puerta de su apartamento, en el Village, y abre él. Le digo que probablemente no se acordará de mí, aunque yo sí. No llegaría a contarle que hasta el domingo pasado, en una comida familiar con mis hijas y mi mujer, él estaba presente en la mesa como uno más de casa. Entonces le preguntaría si se acordaba de la isla de Telendos y de la horrible caída de su mujer -¿y si sólo fue un amor pasajero?- en el muelle y si se produjo porque usted estaba distraído en bromear con los otros viajeros o porque ella estaba harta de una relación triste y aburrida, tan fascinados por las sombras que ellos proyectan en la arena de la playa como por saber guardar el olor, el tacto y las palabras susurradas entre aquel joven actor y aquella autora de teatro que con tan sólo veintidós años estrenó en un teatro de la calle Bowery, donde conoció a un tipo alto, rubio y fuerte, un actor que quería emprender una carrera arriesgada y al que ella acompañó en la aventura, pero que no tuvo suerte, si aceptamos que el fracaso -¡menos dramatismo!, exclamó Joaquina- sólo depende del azar.
 La literatura no ayuda a resolver problemas que posiblemente no sobrepasan el ámbito doméstico, me recordó Joaquina, y mucho menos recurrir a un sentimentalismo tan superficial y victimista como el de hablar de fracaso. ¿Y qué te dijo él cuando le explicaste que fuiste testigo de la caída de su mujer en Telendos?, me preguntó Joaquina súbitamente interesada. Podría haberme contado que aunque su actitud en la vida era poco práctica, había conseguido sin querer llegar a donde se había propuesto, o sin proponérselo, dónde el río le llevara. Se propuso vagabundear.
No les fue mal, cincuenta años más tarde pueden permitirse viajar a una isla griega. Nosotros, también.

sábado, 27 de agosto de 2011

Si parece verdad, es que es mentira

                                                                        Kapuscinski fotografiado en 1986 en su estudio 

Quizá una prueba de que Kapuscinski estuvo en los lugares de los que ha escrito –ya que algún discípulo lo ha puesto en duda– es que nada se ha cumplido. No por sus previsiones, que no las hizo, sino por las esperanzas puestas. La teoría sería la siguiente: cuanto más verosímil es una historia, más se aleja de la verdad. Queda claro en su último libro publicado en España, «Cristo con un fusil al hombro» (Anagrama), con reportajes fechados al principio de los 70, cuando Kapuscinski todavía era un reportero desconocido para los muchos lectores que tiene ahora, entre los que me cuento.
La primera parte transcurre entre Israel, Líbano y Siria en plena guerra con los «fedayines» palestinos y en la campaña de los Altos del Golán. «Ningún Estado se mantuvo allí por mucho tiempo», escribe Kapuscinski. No ha sido así. La segunda parte se centra en la guerrilla que surge en Bolivia. Apenas eran dos centenares de jóvenes, estudiantes en su mayoría, que caminaban día y noche por la selva huyendo de los «rangers», dando vueltas en un laberinto sin salida. O bien morían de cansancio, o ejecutados por el ejército, o por sus propios camaradas. Del Che Guevara y de Allende, concluye: «Los dos han escrito el primer capítulo de la historia revolucionaria de América Latina, de esa historia que apenas está en sus inicios y de la que no sabemos cómo evolucionará». Ahora ya lo sabemos. Que la esperanza es fruto del corazón lo demuestra en el último trabajo, dedicado a la guerra de la independencia de Mozambique: «Ha vencido Cuba, ha vencido Argelia, también vencerá Mozambique», dice un testigo. Tampoco ha sido así. Pero Kapuscinski estuvo allí para contarlo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Intelectuales, qué inocencia

                                                                  "Marat asesinado", de David, aunque también se le
                                                                  conoce como "La pietà de la Revolución"


 Entre las muchas maneras de definir «intelectual» hay una especialmente elocuente, incluso divertida: «Persona dispuesta a matar por sus ideas». Ni por el pan ni por la tierra: por sus ideas. Cuenta Félix de Azúa en su «Autobiografía sin vida» (Mondadori) que cuando el pintor Jacques-Louis David pintó a Marat recién degollado en su bañera se convertía en uno de los primeros intelectuales de la historia, no porque fuese el asesino del jacobino Marat (era su amigo), sino porque a ese cuadro se le acabó llamando «La Pietà de la Revolución». Un «afiche». Claro que hay artistas asesinos o con ganas de serlo: el muralista Siqueiros participó en una intentona de matar a Trotsky y, sin salir de México lindo, andaba Diego Rivera por la vida con una canana en su oranda barriga y el reglamentario pistolón.
Picasso, sin embargo, por más comunista que fuese, no pegó un tiro en su vida y su amor por Stalin, según se comprobó en una exposición en la Tate de Liverpool, era pura ignorancia en toda la extensión de la palabra («intelectuales, cabeza de chorlitos», había advertido Dolores Ibárruri). Así que Picasso, a pesar del cartelón en el que se convirtió el «Guernica», según Antonio Saura, de intelectual, nada de nada. Le atrajo demasiado la vida. El arte no sé si es inocente, pero sí más inofensivo de lo que parece. En el Museo d’Orsay de París se ha llegado a exponer una guillotina con su perfecto mecanismo de matar. Sublime.

martes, 23 de agosto de 2011

Queridos prefabricados


                                                        Sólo en Berlín hay 17 barrios de prefabricados con 240.000
                                                        viviendas que acogen a 700.000 personas


Cuando con la caída del Muro de Berlín se planteó la gran reforma urbanística de la capital alemana, no sólo se proyectó la mayor transformación que iba a sufrir una ciudad europea en las postrimerías del siglo XX (con el resquemor que suponía tal demostración de poder por parte de la recién unificada Alemania), sino de coser literalmente una metrópoli partida en dos, no sólo en su arquitectura, sino social y emocionalmente. La arquitectura que se alzaba en el lado Este de Berlín era, curiosamente, la que representaba los símbolos del imperio, la de la República de Weimar, el Reich y la capital vanguardista, la de Alfred Döblin y la amarga de Grosz, la de las elegantes Unter der Linden y Friedrichstrasse..., pero también, ya bajo la máquina de realojar comunista, la de los tristes edificios prefabricados. Un fenómeno ubanístico que acoge a más de 50 millones de viviendas deseminadas por Europa central y oriental, pero que el deterioro físico del hormigón le había puesto fecha de caducidad: había llegado el momento de plantearse qué hacer con ese tipo de construcción.
En Berlín, quizás arrebatados por la espectacularidad de las reformas de Potsdamer Platz (con edificios de Piano, Ungers, Isozaki, Roger, Kollhoff, Meier, Moneo...), Alexanderplatz (Kollhoff, Libeskind, MBM...) y el Reichstag reconstruido (Foster) se llegó a sugerir que el mejor futuro que se podía idear para los prefabricados era demolerlos. Una utopía ilustrada como tantas otras que chocó, primero, con el sentido común y financiero y, después, con los sentimientos de los que habitaban esas colmenas uniformadas. Después de todo, argumentaban, aunque fuese bajo el odioso régimen de Eric Hoeneker, ellos habían intentado ser felices en esos apartamentos de no más de 50 metros cuadrados, habían tenido hijos, celebraban sus fiestas, habían construido su hogar. El racionalismo extremo crea monstruos.
Uno de los modelos que se aplicó para hacer más habitables y dignos los prefabricados fue el llamada “movimiento Hellersdorf” (barrio de la periferia berlinesa de 100.000 habitantes alojados en 40.000 viviendas prefabricadas), un sistema que ha permitido que los propios inquilinos gestionasen la reforma de los bloques: cambio de color, convertir los patios carcelarios en zonas de ocio ajardinadas, rehabilitación integral de los edificios... y desarrollar de paso una mínima práctica democrática en esa toma de decisiones. El propio arquitecto Hans Kollhoff ha dicho a este respecto que las ciudades no se crean por arte de magia y, a pesar de que a nadie le gusta los prefabricados, todavía “no hemos entendido que la ciudad es el resultado de muchas contribuciones anónimas y que precisamente la calidad de estos edificios anónimos determina la que es la calidad de una ciudad”.

lunes, 22 de agosto de 2011

Muerte de un profesor

Llego a las páginas de necrológicas de «El País» (19 de agosto) y mis ojos van directamente hacia una fotografía, como si la estuviese  buscando: se trata del profesor Ramón Valls. Qué poco cambiamos, o qué lentamente. O no: no cambiamos. Fui alumno suyo  en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Barcelona. Me matriculé en dos de sus cursos: «Introducción a la lectura de Hegel» e «Introducción a la lectura de Nietzsche». Creo que fue en el curso 79-80. En esa foto, que ilustra un texto de Jordi Llovet, aparece con gafas; ahora tengo otra delante, la de la contraportada de su libro «La dialéctica», pero aquí está sin ellas, aunque con la misma mirada retadora, o quizá preguntándonos algo: en eso, las dos imágenes son idénticas. En clase, creo recordar, sí que usaba gafas. Se ponía de pie, en el borde de la tarima (evitemos decir abismo), y nos leía hasta que se detenía inquiriéndonos si habíamos entendido algo. En el curso sobre Hegel, la lectura consistió en el Prólogo y la Introducción de la «Fenomenología del espíritu» (¡qué nos pensábamos, jóvenes soberbios!), además de algún capítulo opcional, y que en mi caso fue –por lo que veo: tengo el libro abierto delante de mí- el que trata de la dialéctica del amo y el esclavo. Me llama la atención las anotaciones, los subrayados, las huellas de los dedos pasando un día y otro por la mismas páginas, encallados en una palabra, que marcábamos con un círculo, como un pez capturado en una infantil pecera, o las correcciones que el propio profesor Valls hacia a la traducción de Wenceslao Roces. De todos los subrayados, quiero reproducir el siguiente (se abre con una anotación, seguro que inducida por nuestro profesor: «Revolución Francesa»): «…los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina». Y, uno, ingenuamente, quiere interpretar estas palabras como una llamada del presente, como si estuviesen esperando treinta años escondidas en estas páginas hasta que he vuelto a encontrarlas. Conmovedor, ¿no? Mera ilusión.
En el curso sobre Nietzsche, por lo que veo, la cosa fue diferente. Digamos que estábamos abducidos por el solitario de Sils-María y atendíamos sus palabras en silencio, sin apenas subrayados, sin entender nada o creyendo que en sus aforismos se escondía la verdad del enigma. Pero veo especialmente emborronado el Prólogo y el capítulo «De la visión y el enigma» de «Así habló Zaratrusta» (tercera parte dedicada al Eterno Retorno). Transcribo estas líneas que entonces me llamaron la atención: «Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo lo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros».  Así habló Zaratrusta.
Cita Llovet en su obituario «La dialéctica», y me alegro porque es un libro divulgativo (editado por Montesinos en la Biblioteca de Divulgación Temática), pequeño, con una voluntad de hacerse entendible sin dejar nada en el tintero. Envidiable. No es un caso aislado: ahí está «La Filosofía, hoy» (Salvat), de Emilio Lledó, cuyo nombre ni aparece en la portada, y que incluye una entrevista con Habermas (¡de 1973!), o «Logos», de José María Valverde, libro de texto de Filosofía de sexto de bachillerato. Esa es la obra de los grandes maestros.
No quisiera enviar esta nota sin recordar que fue Ramón Valls quien, desde la tribuna que juzgaba la tesis doctoral de Eugenio Trías, le recriminó vehementemente que no hubiese presentado el «aparato bibliográfico». Un detalle nada desdeñable en los estudios universitarios, tratándose además de Hegel.  El propio Llovet recuerda en su necrológica que el nombre de Valls «se inscribe en la gran tradición de los estudios hegelianos en España y Europa». Aquella tarde, el Aula Magna de la Central (en Pedralbes) estaba a rebosar, y allí nos presentamos sus alumnos, pero sobre todo para oír a Trías, que ya entonces era una “estrella”, alguien al margen de la academia, a la que  despreciaba y a la que osaba volver sin cumplir con la tediosa y humilde tarea de citar los libros consultados, como si él mismo fuera la navaja que cortara con la tradición. Mientras que Valls actuaba como un fiscal insidioso dispuesto a aguar la fiesta al «enfant terrible», al que exigió honestidad y continuidad en el pensamiento, hegeliano en este caso. La tesis de Trías se titulaba «El lenguaje del perdón. Un ensayo sobre Hegel», y así se editó en Anagrama. La tesis de Ramón Valls se titulaba «Del yo al nosotros» y circulaba entre sus alumnos fotocopiada. Algún día la encontraré. 
Quizá aquel acto, pasado el tiempo -y si la memoria no me ha traicionado-, pudiese ser la puesta de largo del pensamiento postmoderno en España, pero sobre todo en Barcelona, presta a las ruputuras aunque suponga un retroceso, pues no olvidemos que Trías, junto a Rubert de Ventós, al mismo Llovet, Ramoneda, Subirós y Gerard Vilar, entre otros, habían puesto en marcha el Col.legi de Filosofia en 1976, institución afecta al pensamiento estético y que devino en centro de producción de ideas de lo que sería la Barcelona futura que eclosionó en 1992, vanguardia cultural que, como tantas veces, acabó institucionalizada como la caduca universidad de la que rehuían, aunque luego volviesen (lo hizo Rubert de Ventó cuando Valverde se jubiló tras su vuelta y lo hizo Trías, aunque a la privada). Ellos, por el contrario, preferían el refugio de la Escuela de Arquitectura. Recuerdo que en los pasillos de la facultad se decía que el Col.legi de Filosofía era una escuela para damas burguesas, «en las faldas del Tibidabo» (no seamos perversos: la escuela de diseño Eina, situada en la montaña, fue su sede inicial), cenáculo de pensadores que acabaron de funcionarios de la «Cataluña ciudad».