lunes, 29 de agosto de 2011

Telendos



A Telendos, el trozo de tierra más pequeña en el que nunca había puesto los pies, se llega desde Mirties, un pueblo en la costa oriental de Kalymnos, una de las muchas islas que están frente a las costas turcas. Un barco cruza cada dos horas a una decena de personas, algunos sacos con verduras, cajas con otros alimentos y recados que se hacen de uno y otro lado. El barco había empezado a recoger las amarras cuando vimos que una mujer mayor, vestida de negro, gruesa, con un bastón en una mano y un bolso en la otra, se acercaba lentamente, balanceándose como un pesado péndulo que marca un tiempo antiguo. El patrón, que la vio y que la conocía, esperó siguiendo una ley no escrita, supongo: sin ella, el barco no podía zarpar.
Casi con un pie en la cubierta, se levantó precipitadamente un viajero, alto, corpulento, rubio, de facciones infantiles y cómicas, y le ofreció su mano, que ella aceptó y agradeció. En la travesía sólo se oía el suave murmullo del agua romper en la vieja embarcación. El sol y la brisa eran apenas un soplido templado. La cara del hombre que había ayudado a la mujer me resultaba familiar. Decidí que era un actor, seguro, lo había visto en alguna película, un actor secundario de esos que has visto en decenas de películas pero de la que no dirías el nombre de ninguna de ella y, ni mucho menos, cual era el suyo. Además, bromeó desde los asientos de estribor con mis hijas, sentadas en babor. Eran “gangs” clásicos, como meterse el sombrero hasta las cejas y luego simular que no podía sacárselo, o hacer que se caía al agua. Incluso tirar a su mujer por la borda o que él huía a tierra en el último momento. Ella, su mujer, estaba sentada a su lado y digamos que era la antítesis de él. Delgada, con unas gafas oscuras, muy blanca de piel, parecía ajena a todo y, por supuesto, no prestaba atención a las bromas de su compañero, que seguro las conocía de sobras. Sólo a final del trayecto, a punto de atracar, le indicó con la cabeza las bolsas de la compra que tenían a sus pies. Ella se levantó y fue de las primeras en bajar, él se quedó rezagado, seguro que bromeando con alguien –aunque no lo puedo asegurar-, y en ese momento oí un golpe terrible y un lamento animal: ella se había caído al poner el pie en el muelle. Entre todos, como suele ocurrir en esos casos, intentamos inútilmente calmar su dolor.
Cuando ella pareció más tranquila y se alejaba del brazo de su compañero, bajó del barco aquella mujer mayor vestida de negro con su paso lento y seguro. Podría parecer que acabábamos de asistir a la representación de un tragedia; después de todo estábamos pasando las vacaciones en Grecia y bromeábamos con estar sometidos a unas leyes antiquísimas donde todo era “mitológico”, incluso pedir una cerveza en una taberna.

Telendos era una aldea de unas decenas de casas con un puerto y una playa a los pies de “sus” reglamentarias ruinas y de un paseo empedrado y protegido del sol por unos árboles de los que todavía no sé el nombre. En aquella playa pasamos el día sin hacer demasiado esfuerzo: bañarnos discretamente, comer un bocadillo, leer un libro, dibujar. De repente, descubrí a la mujer que se había caído en el muelle sentada en el agua a unos metros de la orilla: parecía que calmándose el dolor en un mar milagroso. A su lado, su compañero estaba de pie, con el agua hasta los muslos, dos verdaderas columnas dóricas de terciopelo amarillo. Incluso una mujer le ofreció una infusión que ella se tomó sin levantarse del agua. Así la dibujé en mi libreta –en esas vacaciones me dediqué a dibujar: creo que la mano, aunque sea mi torpe mano, es más fiel que la cámara fotográfica-, sentada como una niña, con la cabeza inclinada, reducida a un trocito de carne blanca con un bañador negro mostrando la debilidad de su cuerpo. Luego escribí debajo: “Sentada en el agua cura sus heridas después de caerse al bajar del barco que nos llevó de Kalymnos a Telendos. Él, alto, gordo y rubio, me recordaba a un actor. En el barco hizo algunas bromas, como huir de su mujer. Al final, ella cayó y sufrió su dolor durante todo el día. Ahí la vemos en el mar como una diosa batida”.

A Joaquina le hizo gracia el dibujo pero no estuvo de acuerdo con la composición de lugar que me hice, plagada de un idealismo insensato, puro optimismo pueril. En primer lugar, no eran norteamericanos como yo creía. Quizá él podría ser un actor, si a mí me lo recordaba, pero ella, era evidente, estaba bastante harta de sus bromas y quizá por eso se cayó. Y en ningún caso él le ayudó en su dolor, porque estar junto a ella mojándose las piernas no quería decir que le aliviase su sufrimiento. Ahí quedó todo. Nos despedimos de Telendos cayendo el sol.
 Un domingo, comiendo los cuatro, recordé aquella isla como uno de los lugares más bellos que había conocido y bromeé sobre que si una noche no llegaba del trabajo me encontrarían viviendo en una habitación alquilada en el trozo de tierra más pequeña que nunca había pisado. Y recordamos el suceso de la mujer que se cayó en el muelle y a su compañero, el actor gordo y rubio. O a quien yo suponía un actor. Si en algo estaba de acuerdo Joaquina es en que él podía ser un actor: aquel gesto tan llamativo, porque se levantó de un salto que casi hizo escorar la barca, de ir a ofrecerle la mano a aquella mujer de la isla, no sé si de Kalymnos o de Telendos, o quizá vecina de otra más lejana, acostumbrada a que el barco le esperase si la veían llegar cargada por el muelle, o a hacer una travesía con mala mar sin inmutarse, fue algo histriónico.
Yo, sin embargo, insistí en que era un actor, no por ayudar a una mujer a subir al barco, sino porque a mi me lo recordaba. Sé que es indemostrable, quizá algún día me lo encuentre sin querer en una película. ¿Por qué un hombre de su edad –rondaba los setenta- se pone a hacer tonterías a unas niñas? Es un misterio. A veces expresamos nuestra felicidad de la manera más inesperada, también de la forma más ridícula. Joaquina argumentó que la actitud de su compañera, ajena a todo, demostraba que estaba acostumbrada a aquellos números sin duda inútiles y que, por lo tanto, ir a darle la mano a la mujer al muelle estaba en un guión estudiado y conocido por ella. Nada nuevo.

Muchas veces no estamos a la altura de las circunstancias, mientras los hechos van en una dirección, nosotros pataleamos como niños hacia otra. Es cierto. Pero no podemos negarle que le ofreció la mano de corazón, respondiendo a una educación refinada, quizá pasada de moda. Ese fue mi argumento. De no ser así, ¿qué nos queda por hacer, qué nos queda por representar? ¿No es mejor aceptar la comedia como una parte feliz e ingenua de la vida?
 Pero no, no eran norteamericanos, ni él era un actor que vive en un apartamento de Village de Nueva York desde hace cuarenta años. Eran ingleses, dice Joquina. O australianos, ¿por qué no?, añadí. La distancia de ella, la frialdad de su gesto durante la travesía, mirando hacia adelante como un mascarón imperturbable, mientras él palpaba juguetón un saco para averiguar qué contenía, si berenjenas o pimientos, sólo indicaba un tradicional desprecio hacia el colorismo de unos viajeros emocionados por cruzar un par de millas y creer que entraban en el paraíso, ahí donde yo me debía perder si algún día no llegaba del trabajo a la hora habitual. Pero ese no era el problema. Joquina insistía en que, actor y neoyorquino, mientras ella se dejaba la piel en el muelle, él estaba acabando su última actuación absurda. ¿Y quién, si no una inglesa, puede tomar el té –la infusión de la que hablaba- a las cinco de la tarde –pues esa era la hora- aunque sea metida en el agua curándose la piel y lo huesos magullados? Le pudo dar la mano a aquella mujer “mitológica” vestida de negro pero no ayudó a la de carne y hueso, a la de piel blanca,  que tenía al lado. Sin duda, aceptar este argumento es aceptar un fracaso, pero no sólo el de ese actor secundario –porque ¿ese fracaso sólo puede representarlo un actor secundario?-, sino el mío propio.
 Habíamos acabado de comer. Estábamos lejos de las islas griegas y de Telendos, pero seguíamos discutiendo sobre un suceso lejano que quizá ni sus propios protagonistas recordarían. No lo creo. ¿Pero alguien cree que suceden cosas más importantes que caerse en el puerto de una pequeña isla, el más pequeño trozo de tierra que hemos pisado?
 Joaquina y yo acordamos que cada uno tiene una apreciación de los hechos, pero que eso no debía suponer un juicio sobre las personas. Quizá la verdad de los hechos, como casi siempre, debe verse desde todos los lados, con distancia, pasado un tiempo. La discusión con Joquina había llegado un punto en el que yo parecía representar el papel de aquel actor y ella el de su mujer, como si defendiéramos dos causas enfrentadas que, en el fondo, no eran más que su vida y la mía. Entonces le propuse –no fue exactamente una proposición sino un giro dramático- que fuésemos a Nueva York o a Londres o a Birmnghan y les preguntásemos cómo vieron ellos, si es que seguían juntos, el suceso de Telendos.


Estoy en Nueva York, le digo a Joaquina, llamo a la puerta de su apartamento, en el Village, y abre él. Le digo que probablemente no se acordará de mí, aunque yo sí. No llegaría a contarle que hasta el domingo pasado, en una comida familiar con mis hijas y mi mujer, él estaba presente en la mesa como uno más de casa. Entonces le preguntaría si se acordaba de la isla de Telendos y de la horrible caída de su mujer -¿y si sólo fue un amor pasajero?- en el muelle y si se produjo porque usted estaba distraído en bromear con los otros viajeros o porque ella estaba harta de una relación triste y aburrida, tan fascinados por las sombras que ellos proyectan en la arena de la playa como por saber guardar el olor, el tacto y las palabras susurradas entre aquel joven actor y aquella autora de teatro que con tan sólo veintidós años estrenó en un teatro de la calle Bowery, donde conoció a un tipo alto, rubio y fuerte, un actor que quería emprender una carrera arriesgada y al que ella acompañó en la aventura, pero que no tuvo suerte, si aceptamos que el fracaso -¡menos dramatismo!, exclamó Joaquina- sólo depende del azar.
 La literatura no ayuda a resolver problemas que posiblemente no sobrepasan el ámbito doméstico, me recordó Joaquina, y mucho menos recurrir a un sentimentalismo tan superficial y victimista como el de hablar de fracaso. ¿Y qué te dijo él cuando le explicaste que fuiste testigo de la caída de su mujer en Telendos?, me preguntó Joaquina súbitamente interesada. Podría haberme contado que aunque su actitud en la vida era poco práctica, había conseguido sin querer llegar a donde se había propuesto, o sin proponérselo, dónde el río le llevara. Se propuso vagabundear.
No les fue mal, cincuenta años más tarde pueden permitirse viajar a una isla griega. Nosotros, también.

sábado, 27 de agosto de 2011

Si parece verdad, es que es mentira

                                                                        Kapuscinski fotografiado en 1986 en su estudio 

Quizá una prueba de que Kapuscinski estuvo en los lugares de los que ha escrito –ya que algún discípulo lo ha puesto en duda– es que nada se ha cumplido. No por sus previsiones, que no las hizo, sino por las esperanzas puestas. La teoría sería la siguiente: cuanto más verosímil es una historia, más se aleja de la verdad. Queda claro en su último libro publicado en España, «Cristo con un fusil al hombro» (Anagrama), con reportajes fechados al principio de los 70, cuando Kapuscinski todavía era un reportero desconocido para los muchos lectores que tiene ahora, entre los que me cuento.
La primera parte transcurre entre Israel, Líbano y Siria en plena guerra con los «fedayines» palestinos y en la campaña de los Altos del Golán. «Ningún Estado se mantuvo allí por mucho tiempo», escribe Kapuscinski. No ha sido así. La segunda parte se centra en la guerrilla que surge en Bolivia. Apenas eran dos centenares de jóvenes, estudiantes en su mayoría, que caminaban día y noche por la selva huyendo de los «rangers», dando vueltas en un laberinto sin salida. O bien morían de cansancio, o ejecutados por el ejército, o por sus propios camaradas. Del Che Guevara y de Allende, concluye: «Los dos han escrito el primer capítulo de la historia revolucionaria de América Latina, de esa historia que apenas está en sus inicios y de la que no sabemos cómo evolucionará». Ahora ya lo sabemos. Que la esperanza es fruto del corazón lo demuestra en el último trabajo, dedicado a la guerra de la independencia de Mozambique: «Ha vencido Cuba, ha vencido Argelia, también vencerá Mozambique», dice un testigo. Tampoco ha sido así. Pero Kapuscinski estuvo allí para contarlo.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Intelectuales, qué inocencia

                                                                  "Marat asesinado", de David, aunque también se le
                                                                  conoce como "La pietà de la Revolución"


 Entre las muchas maneras de definir «intelectual» hay una especialmente elocuente, incluso divertida: «Persona dispuesta a matar por sus ideas». Ni por el pan ni por la tierra: por sus ideas. Cuenta Félix de Azúa en su «Autobiografía sin vida» (Mondadori) que cuando el pintor Jacques-Louis David pintó a Marat recién degollado en su bañera se convertía en uno de los primeros intelectuales de la historia, no porque fuese el asesino del jacobino Marat (era su amigo), sino porque a ese cuadro se le acabó llamando «La Pietà de la Revolución». Un «afiche». Claro que hay artistas asesinos o con ganas de serlo: el muralista Siqueiros participó en una intentona de matar a Trotsky y, sin salir de México lindo, andaba Diego Rivera por la vida con una canana en su oranda barriga y el reglamentario pistolón.
Picasso, sin embargo, por más comunista que fuese, no pegó un tiro en su vida y su amor por Stalin, según se comprobó en una exposición en la Tate de Liverpool, era pura ignorancia en toda la extensión de la palabra («intelectuales, cabeza de chorlitos», había advertido Dolores Ibárruri). Así que Picasso, a pesar del cartelón en el que se convirtió el «Guernica», según Antonio Saura, de intelectual, nada de nada. Le atrajo demasiado la vida. El arte no sé si es inocente, pero sí más inofensivo de lo que parece. En el Museo d’Orsay de París se ha llegado a exponer una guillotina con su perfecto mecanismo de matar. Sublime.

martes, 23 de agosto de 2011

Queridos prefabricados


                                                        Sólo en Berlín hay 17 barrios de prefabricados con 240.000
                                                        viviendas que acogen a 700.000 personas


Cuando con la caída del Muro de Berlín se planteó la gran reforma urbanística de la capital alemana, no sólo se proyectó la mayor transformación que iba a sufrir una ciudad europea en las postrimerías del siglo XX (con el resquemor que suponía tal demostración de poder por parte de la recién unificada Alemania), sino de coser literalmente una metrópoli partida en dos, no sólo en su arquitectura, sino social y emocionalmente. La arquitectura que se alzaba en el lado Este de Berlín era, curiosamente, la que representaba los símbolos del imperio, la de la República de Weimar, el Reich y la capital vanguardista, la de Alfred Döblin y la amarga de Grosz, la de las elegantes Unter der Linden y Friedrichstrasse..., pero también, ya bajo la máquina de realojar comunista, la de los tristes edificios prefabricados. Un fenómeno ubanístico que acoge a más de 50 millones de viviendas deseminadas por Europa central y oriental, pero que el deterioro físico del hormigón le había puesto fecha de caducidad: había llegado el momento de plantearse qué hacer con ese tipo de construcción.
En Berlín, quizás arrebatados por la espectacularidad de las reformas de Potsdamer Platz (con edificios de Piano, Ungers, Isozaki, Roger, Kollhoff, Meier, Moneo...), Alexanderplatz (Kollhoff, Libeskind, MBM...) y el Reichstag reconstruido (Foster) se llegó a sugerir que el mejor futuro que se podía idear para los prefabricados era demolerlos. Una utopía ilustrada como tantas otras que chocó, primero, con el sentido común y financiero y, después, con los sentimientos de los que habitaban esas colmenas uniformadas. Después de todo, argumentaban, aunque fuese bajo el odioso régimen de Eric Hoeneker, ellos habían intentado ser felices en esos apartamentos de no más de 50 metros cuadrados, habían tenido hijos, celebraban sus fiestas, habían construido su hogar. El racionalismo extremo crea monstruos.
Uno de los modelos que se aplicó para hacer más habitables y dignos los prefabricados fue el llamada “movimiento Hellersdorf” (barrio de la periferia berlinesa de 100.000 habitantes alojados en 40.000 viviendas prefabricadas), un sistema que ha permitido que los propios inquilinos gestionasen la reforma de los bloques: cambio de color, convertir los patios carcelarios en zonas de ocio ajardinadas, rehabilitación integral de los edificios... y desarrollar de paso una mínima práctica democrática en esa toma de decisiones. El propio arquitecto Hans Kollhoff ha dicho a este respecto que las ciudades no se crean por arte de magia y, a pesar de que a nadie le gusta los prefabricados, todavía “no hemos entendido que la ciudad es el resultado de muchas contribuciones anónimas y que precisamente la calidad de estos edificios anónimos determina la que es la calidad de una ciudad”.

lunes, 22 de agosto de 2011

Muerte de un profesor

Llego a las páginas de necrológicas de «El País» (19 de agosto) y mis ojos van directamente hacia una fotografía, como si la estuviese  buscando: se trata del profesor Ramón Valls. Qué poco cambiamos, o qué lentamente. O no: no cambiamos. Fui alumno suyo  en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Barcelona. Me matriculé en dos de sus cursos: «Introducción a la lectura de Hegel» e «Introducción a la lectura de Nietzsche». Creo que fue en el curso 79-80. En esa foto, que ilustra un texto de Jordi Llovet, aparece con gafas; ahora tengo otra delante, la de la contraportada de su libro «La dialéctica», pero aquí está sin ellas, aunque con la misma mirada retadora, o quizá preguntándonos algo: en eso, las dos imágenes son idénticas. En clase, creo recordar, sí que usaba gafas. Se ponía de pie, en el borde de la tarima (evitemos decir abismo), y nos leía hasta que se detenía inquiriéndonos si habíamos entendido algo. En el curso sobre Hegel, la lectura consistió en el Prólogo y la Introducción de la «Fenomenología del espíritu» (¡qué nos pensábamos, jóvenes soberbios!), además de algún capítulo opcional, y que en mi caso fue –por lo que veo: tengo el libro abierto delante de mí- el que trata de la dialéctica del amo y el esclavo. Me llama la atención las anotaciones, los subrayados, las huellas de los dedos pasando un día y otro por la mismas páginas, encallados en una palabra, que marcábamos con un círculo, como un pez capturado en una infantil pecera, o las correcciones que el propio profesor Valls hacia a la traducción de Wenceslao Roces. De todos los subrayados, quiero reproducir el siguiente (se abre con una anotación, seguro que inducida por nuestro profesor: «Revolución Francesa»): «…los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina». Y, uno, ingenuamente, quiere interpretar estas palabras como una llamada del presente, como si estuviesen esperando treinta años escondidas en estas páginas hasta que he vuelto a encontrarlas. Conmovedor, ¿no? Mera ilusión.
En el curso sobre Nietzsche, por lo que veo, la cosa fue diferente. Digamos que estábamos abducidos por el solitario de Sils-María y atendíamos sus palabras en silencio, sin apenas subrayados, sin entender nada o creyendo que en sus aforismos se escondía la verdad del enigma. Pero veo especialmente emborronado el Prólogo y el capítulo «De la visión y el enigma» de «Así habló Zaratrusta» (tercera parte dedicada al Eterno Retorno). Transcribo estas líneas que entonces me llamaron la atención: «Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo lo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros».  Así habló Zaratrusta.
Cita Llovet en su obituario «La dialéctica», y me alegro porque es un libro divulgativo (editado por Montesinos en la Biblioteca de Divulgación Temática), pequeño, con una voluntad de hacerse entendible sin dejar nada en el tintero. Envidiable. No es un caso aislado: ahí está «La Filosofía, hoy» (Salvat), de Emilio Lledó, cuyo nombre ni aparece en la portada, y que incluye una entrevista con Habermas (¡de 1973!), o «Logos», de José María Valverde, libro de texto de Filosofía de sexto de bachillerato. Esa es la obra de los grandes maestros.
No quisiera enviar esta nota sin recordar que fue Ramón Valls quien, desde la tribuna que juzgaba la tesis doctoral de Eugenio Trías, le recriminó vehementemente que no hubiese presentado el «aparato bibliográfico». Un detalle nada desdeñable en los estudios universitarios, tratándose además de Hegel.  El propio Llovet recuerda en su necrológica que el nombre de Valls «se inscribe en la gran tradición de los estudios hegelianos en España y Europa». Aquella tarde, el Aula Magna de la Central (en Pedralbes) estaba a rebosar, y allí nos presentamos sus alumnos, pero sobre todo para oír a Trías, que ya entonces era una “estrella”, alguien al margen de la academia, a la que  despreciaba y a la que osaba volver sin cumplir con la tediosa y humilde tarea de citar los libros consultados, como si él mismo fuera la navaja que cortara con la tradición. Mientras que Valls actuaba como un fiscal insidioso dispuesto a aguar la fiesta al «enfant terrible», al que exigió honestidad y continuidad en el pensamiento, hegeliano en este caso. La tesis de Trías se titulaba «El lenguaje del perdón. Un ensayo sobre Hegel», y así se editó en Anagrama. La tesis de Ramón Valls se titulaba «Del yo al nosotros» y circulaba entre sus alumnos fotocopiada. Algún día la encontraré. 
Quizá aquel acto, pasado el tiempo -y si la memoria no me ha traicionado-, pudiese ser la puesta de largo del pensamiento postmoderno en España, pero sobre todo en Barcelona, presta a las ruputuras aunque suponga un retroceso, pues no olvidemos que Trías, junto a Rubert de Ventós, al mismo Llovet, Ramoneda, Subirós y Gerard Vilar, entre otros, habían puesto en marcha el Col.legi de Filosofia en 1976, institución afecta al pensamiento estético y que devino en centro de producción de ideas de lo que sería la Barcelona futura que eclosionó en 1992, vanguardia cultural que, como tantas veces, acabó institucionalizada como la caduca universidad de la que rehuían, aunque luego volviesen (lo hizo Rubert de Ventó cuando Valverde se jubiló tras su vuelta y lo hizo Trías, aunque a la privada). Ellos, por el contrario, preferían el refugio de la Escuela de Arquitectura. Recuerdo que en los pasillos de la facultad se decía que el Col.legi de Filosofía era una escuela para damas burguesas, «en las faldas del Tibidabo» (no seamos perversos: la escuela de diseño Eina, situada en la montaña, fue su sede inicial), cenáculo de pensadores que acabaron de funcionarios de la «Cataluña ciudad».