domingo, 25 de febrero de 2018

Censura performativa (sic) o mi paso veneciano por ARCO



Mierda de artista, de Piero Manzoni, de 1961. Nadie, nunca, la ha comido, que se sepa


El viernes me fui a ARCO. Sólo por estirar las piernas y el propósito de no encontrarme con la galería Helga de Alvear y evitar así contemplar a ciudadanos indignados ante una obra censurada. No soporto ver sufrir a la gente. Pero fue imposible. A esta veterana galerista le habían asignado como es preceptivo el mejor puesto del mercado: nada más entrar por el pabellón 7 me dí de bruces con ella; quiero decir, con la pared donde estuvo la obra de Santiago Sierra, ahora usurpada por otro competidor. El mundo del arte es muy cruel. Mi primera sensación la voy a exponer rápido para que nadie se lleve a engaño: deberían haber expulsado a Helga de Alvear de la feria, a sus 82 años, como una vieja desahuciada, por haber aceptado que una pieza suya, de una artista suyo –pues así hablan, tan maternalmente- y del que ha cobrado la comisión preceptiva, fuese retirada. Censurada es la palabra.
Ojalá se la vuelvan a censurar, deseé, por darle una oportunidad. Pero sólo fue una sensación. El espíritu de la ilustración es racional, no entiende de sentimientos y dice que la libertad de expresión es sagrada y debe defenderse aunque te cueste la cabeza. Lo sé, lo sé. Ahora la única sangre que corre por las venas del arte es el dinero, el líquido amniótico que permite flotar y conseguir que los ricos sean perdonados. Un ejemplo: el comprador de la obra censurada no ha tenido un descuento, ni por liquidación. Ni por cierre. Ni por defunción. Otra injusticia. Disponía de 96.000 euros, sin pedir hipoteca, y los pagó para hacer un servicio a los presos políticos. Un gran servicio.  
Entiendo que nadie protestase a las puertas de la galería mancillada, ni sus compañeros de gremio suscribieran un manifiesto en su apoyo, incluso que ella, la vieja galerista, no pusiese una polaroid en la pared blanca, que es lo que se suele hacer, diciendo que “Presos políticos en la España contemporánea” ha sido censurada. Lo entiendo por lo que ahora voy a contar.
Me encontré con Miguel Ángel Cortés, el único ministro de Cultura que ha tenido el PP, aunque él era secretario de Estado, el primero que eligió al artista censurado, Santiago Sierra, para la Bienal de Venecia de 2003 –ejerciendo entonces como secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica. En realidad lo eligió la comisaria Rosa Martínez a cargo del Estado, pero Cortés le puso dos condiciones, me recordó: nada de asuntos que tuvieran que ver con terrorismo –ETA todavía no había acabado su trabajo- y no sé qué de Marruecos -España tenía un lío con el hermano alauita-, pero ni él se acordaba. Y lo cumplieron, obedientes. Quería el Estado que se demostrase que el arte español estaba a la altura del internacional –sin contar a Velázquez, Goya, Picasso, Dalí, Miró y algunos más-. Es decir, que fuese una mierda, pensé para mí. Voy a ser inmodesto: vayan a la hemeroteca antes de que no sirva de nada y lean mi crónica de aquellos días y lo entenderán.
Lo de Venecia consistió en lo siguiente:  el elegido tapió la entrada del pabellón español estilo fascista –no “facha”, sino arquitectónicamente fascista de verdad, proporcional y sólido-, y sólo podía pasar quien acreditase con el documento nacional de identidad la nacionalidad española. Incluso hubo un altercado con el embajador español en Roma, que se negó a identificarse (me sonroja explicar cuál era el mensaje). Nadie cruzó los muros de ladrillo sin esa condición y doy fe porque me pasé un día entero en la puerta junto al guardia jurado, al que volvería a ver en otras circunstancias, para poder escribir mil palabras. De ellas rescato para no abrumar lo siguiente: «Santiago –dijo la comisaria– utiliza “readymades” performativos (sic), así que las personas forman parte de la obra, por lo que la reacción del embajador se integra en la performance: la obra no es sólo ese muro de ladrillo, sino todos los accidentes que pasan en torno a ese muro».
Pues exactamente esto me vino a la cabeza cuando me enteré que se había retirado o censurado la obra de Sierra en ARCO y luego me encontré a unas cuantas personas compungidas: se había puesto en marcha el “readymade performativo” en el que todos forman parte de la acción (me excluyo porque yo firmo), los que se indignan, los que maldicen a la galerista por aprovecharse de la publicidad, incluso el propio artista, que ha cogido el dinero y no se ha vuelto a saber nada más de él tras cumplir su misión performativa. Y el comprador, el que con su dinero acaba dando sentido a toda la cadena. ¿Insustancial? ¿Líquido? ¿Espeso?
En aquella Bienalle de 2003 tuve una experiencia que siempre he querido contar; creo que ha llegado el momento. En aquellas crónicas de entonces no fue posible decir nada porque no tenía percha. Fue lo siguiente. La tradional fiesta del certamen se celebró en una aerodromo del Lido, en la punta norte de este melancólico brazo de mar donde es fácil sufrir una bajada de tensión –y, dicho sea de paso, donde es difícil tomarse una copa como dios manda por los malditos dosificadores. Cogí el vaporetto, una vez enviada mi crónica, ya anocheciendo en Sant Elena, junto al hotel del mismo nombre, en la Calle Canaro, una zona popular y tranquila, donde solía alojarme. Llegué no más de quince minutos más tarde a la orilla del Lido, en la Riviera de Santa Maria Elissabetta, junto al Templo Votivo Della Pace Di Venecia y su cúpula esmeralda –qué ganas tenía de contarlo: es lógico que entonces no tuviese espacio para estos detalles, sin percha, además- y me puse a andar, más de lo esperado.
En la oscuridad más absoluta empezó a llegar el sonido de la música, lo que me orientó, hasta que di con el aerodromo Nicelli, la vieja terminal, hoy restaurante, y la pista abandonada cubierta de hierba, donde se celebró la fiesta. Extraño el olor de las antorchas alumbrando la noche. Aquello era una absoluta locura. Tocaba un grupo que vestía el tradicional gorro ruso de piel y orejas, el ushanka, botas militares mal acordonadas –y aún así con pantalón corto- y daban botes como simios. La música era ensordecedora y la gente se amontonaba en la barra como pobres refugiados que ansiaban cruzar una frontera, regentada por una familia al completo, padre, madre, hijos, primos, cuñados, yernos, abuelos, absolutamente desbordados –las copas eran gratis, claro- y para calmar la impaciencia la gente cogía por su cuenta botellas de una vitrina en lo alto de la barra, bebidas exóticas y otras del rico repertorio de aperitivos y licori italianos, sin hacer caso a los ruegos de los dueños que asistían perplejo a cómo unas hordas amantes del arte arrasaban su patrimonio. Llamé la atención a más de uno, exigiéndoles que dejaran las botalles en su sitio. Ya para entonces bebían a morro, también como simios. Fue entonces cuando reconocí al vigilante que se encargaba de velar por la entrada de la gente en el pabellón español de la Bienal, vestido de paisano, que me había contado muchas de las incidencias de sus guardias para mis crónicas. Salimos del aerodromo y desistimos de coger un autobús, también abarrotado de artistas, comisarios, expertos, críticos, diletantes gorrones capaces de pisarle la cabeza a cualquiera con tal de conseguir una plaza. Volví con el vigilante al embarcadero y cogimos de nuevo el vaporetto de regreso a Venecia.
Así es el arte, o también es así, por no cargar más las tintas. No hace mejor a nadie, incluso puede embrutecernos aún más: es lo que tiene mantener alguna conexión con la divinidad. No despierta ningún espíritu de justicia, solidaridad y compasión. Puede que al contrario. No me extraña que Helga de Alvear no haya hecho el menor gesto de resistencia, ni ella ni nadie. No hay nada que defender porque todo forma parte de ese gran “readymade performativo”. No hay censura, simplemente se ha puesto en marcha un dispositivo que ha desencadenado una repulsa de ínfima intensidad. Ya no hay público, sino expertos –así lo advertió Benjamin-, gente que participa de esa operación publicitaria desencadenada en este caso por el negrero Santiago Sierra: que no se olvide que ninguna de sus “piezas” está hecha con sus manos. Trabaja a plano y por encargo.
De nuevo en ARCO. Fui a ver, como hago todos los años, a mi amigo Carles Taché –yo también me puse corbata de lana-, pero no puedo reproducir lo que me dijo. A él le censuraron la primera obra de ARCO: un águila negra disecada, obra de Jordi Benito. Era 1994 y se presentó la Guardia Civil –lo que hubiera dado Sierra para que hubiesen actuado en su performance- en defensa de una especie protegida. Al menos Taché puso la susodicha polaroid explicando lo sucedido.
Todo este asunto me ha servido para volver a un libro de mi admirada Iris Murdoch, “El fuego y el sol”. Son unas conferencias que dictó en Oxford en 1976 sobre por qué Platón aconsejó desterrar a los artistas. Ella misma se preocupa de matizar esa opinión. Lo que dice es que si un poeta visitase el “estado ideal” “se le escoltaría cortesmente hasta la frontera”. Es lógico. ¿Para que sirven los artistas en ese estado idílico habiendo vino y amor? Lo lógico es pensar que el artista debe estar siempre en la frontera y no dentro de la ciudad beneficiándose de sus halagos, del oro y de la posibilidad de maldecir sus beneficios.
Qué delicia leer el “Ion” ahora. Le pregunta Sócrates a ese experto en asuntos homéricos si sabe algo de medicina, navegación, tejidos o carreras de carros, los temas tratados en su poema. Le costó reconocerlo, pero al final Ion admite que sus conocimientos son “generalidades”. Así lo recoge Murdoch: “Tal vez no sepa mucho de cuadrigas pero sí sabe hacer llorar al público, y cuando lo consigue se ríe para sus adentros pensando en el dinero que va a ganar”.

Cuando asisto a estos actos de salvación colectiva por el método del sacrificio performativo del artista (sic), siempre me acuerdo de Alfonso Pérez Sánchez, quien fuera director del Museo del Prado, un sabio.  Dimitió de su cargo en 1991 en protesta por la intervención española en la guerra del Golfo Pérsico. El único representante del mundo del arte –en este caso de la alta cultura española y universal- que haya honrado su saber con un trago de cicuta. Después de todo, el arte es la sublimación de la mentira.

miércoles, 17 de enero de 2018

La cruz de Gabriel Ferrater




De todas las necedades leídas últimamente hay una que merece ser tenida en cuenta: la propuesta de que al poeta, ensayista y lingüista de Reus Gabriel Ferrater se le conceda la Cruz de Sant Jordi, a título póstumo, claro está. Se supone que los méritos para tener esta distinción deben ser los contraídos hasta el 27 de abril de 1972, fecha en la que decidió poner fin a su vida, y no posteriores. Conviene aclararlo porque es muy común en los últimos tiempos que los muertos revivan a medida que se pudren. La petición es tan absurda que habrá que tomarla como síntoma de un enfermedad más grave. Después de todo, la Universitat de Girona nombró honoris causa al poeta Miquel Martí i Pol postumamente, aunque estuvo acompañado por el juglar Lluís Llach, que sigue entre nosotros.  

Federico Campbell recoge en “Infame turba” (1971) lo que Ferrater contestó a la siguiente pregunta: “¿Y sufre mucho la cultura catalana por ese aislamiento”. Y fue esta: “La cultura yo no sé qué señora es. Nunca me la han presentado”. Los muertos, incluso los que decidieron pasar al olvido por cuenta propia, habitan en la fosa común en la que se cimientan las naciones medievales, aunque estén conectadas a internet.
La muerte de Gabriel Ferrater está marcada por una misteriosa confesión a su amigo Jaime Salinas: llegado a los cincuenta años se quitaría la vida –tenía entonces treinta y cinco, era 1957-, porque a esa edad tiene que estar hecho todo lo que se tiene que hacer. Bebían ginebra Giró en un café de la plaza Prim de Reus. Aunque no se sabe si la sentencia fue o no cierta, sí que la cumplió. Puede que este momento diese sentido a lo que él mismo definió como “la vida moral”, motivo último de su obra. Si seguimos el testimonio de Juan Marsé en su último y casual encuentro en Sant Cugat (“Mientras llega la felicidad”, Josep Maria Cuenca), la vida de Ferrater ya estaba acabada. No valía la pena continuar.

Una llamada Asociación Gabriel Ferrater pide conmemorar ese momento y de paso el centenario del nacimiento. Así de racional era el poeta: muerte y centenario de una tacada. Después de todo, fue él quien dijo que “sus textos [aquí añade a su amigo Gil de Biedma] tengan el mismo sentido que una carta comercial”. Libres del polvo y paja, sin aflicción y sentimentalismo.
Con Gil de Biedma compusieron un dúo de esgrima dialéctica imbatible, con alardes de erudición que, tras subir a lo más alto, descendían, en aquel “sótano oscuro” –que ya era bajar-, para retrasar las manecillas del reloj, pues no había más obsesión poética que el paso del tiempo. En el caso de Ferrater fue “el paso del tiempo y las mujeres que han pasado por él”. Escribe Justo Navarro en “F”: “Fluía con Ferrater la conversación líquida sobre asuntos universales y eternos, domésticos, remotos y del ahora mismo, impertinentes, humorísticos, intensos e inmediatos, y fueron su público las personas más inteligentes del negocio mundial de la inteligencia”. Digamos que en ese ambiente él era un tiburón.
Andreu Jaume da un contrapunto más psicológico: define su personalidad como “desamparo solipsista” (prólogo a los “Diarios” de Jaime Gil de Biedma).

Pide esta asociación ferrateriana que se le dé la Cruz de Sant Jordi, se le nombre hijo predilecto de Sant Cugat y, para acabar, que se publique su obra completa.
En lo que se refiere a lo fundamental, la obra poética la dejó muy fijada en tres libros, aunque no fue su interés facilitar el trabajo a los filólogos: “Da nuces pueris” (1960) –demostrando lo mucho que le debe a Gil de Biedma al haberse puesto a escribir poesía a los treinta y ocho años-, “Menja’t una cama” (1962) y “Teoria de cossos” (1966); y la recopilación de los tres en “Les dones y els dies” (1968). He leído el prólogo a esta última edición (en la colección Les Millors Obres de la Literatura Catalana, de Edicions 62 y La Caixa, dirigida por Joaquim Molas) y, además de no estar firmada, lo que demuetra que nadie se quería hacer responsable de lo escrito, es un puro trámite de un funcionario/a cultural.
Además, para los especialistas en olvidos, Jaume Vallcorba publicó “Papers, cartes, paraules” (Quaderns Crema, 1986). ¿Quién olvida a quién?
Ahora bien, ¿qué quiere decir que un poeta esté “olvidado”? ¿Y un poeta que, además, estaba olvidado antes de que seamos olvido? Si uno busca las entradas de Gabriel Ferrater en las memorias de Carlos Barral, para quien trabajó muchos años, no hay un derroche de cariño, aunque al final aflore el remordimiento y la culpa. Le recordaba al Roquentin de “La náusea” de Sartre: el que escribía una extraña biografía, no tenía profesión conocida y vivía de las rentas. Era una “máquina mental complicada y perfecta, estúpidamente convertida en un triste aparato de ciencia recreativa”, escribe el editor y poeta. Ridiculiza su erudición y parodia su “aventura”, es decir, su detención y posterior interrogatorio a manos del comisario Creix por un supuesto artículo ¡sobre Alberti y su humanismo marxista! –poeta que jamás le interesó- firmado por un tal Víctor Ferrater en un revista de la órbita comunista y que finalmente admitió como suyo Manuel Sacristán (alias Víctor), el gran sacerdote del marximo español, aunque con poco corazón –y que mereció un trato de camaradería joseantoniana del temido Creix-. O que Barral vincule el fusilamiento de Julián Grimau, aunque sea por un avatar del recuerdo, con el “desaforamiento, como él diría, del apetito y la sed de Grabriel Ferrater en aquella época en la que comía y bebía como un clérigo medieval”. Así, sin venir a cuento.
Pero hay que ser justos. Al final, el relato de su último encuentro con Ferrater, seis meses antes de su muerte, restituye moralmente al viejo colaborador, ofreciéndonos unas cuantas páginas realmente emocionantes, creo que sinceras. “Yo creo que en ese momento ya había tomado una decisión respecto a su vida y que la tenía absolutamente asumida y segregada de sus preocupaciones intelectuales y sentimentales”, dice de aquella cita.
De su decisión final no había duda, insiste Barral, y ahí queda “el terrible atrezzo del suicidio de Ferrater, la bolsa hermética y la botella de ginebra”.   
De la cultura catalana –esa señora que no le presentaron, ni por ser catalana, siéndolo él y , además, gramático-, y en concreto de su prosística, dijo en la ya célebre conferencia de 1967 dedicada a Pla en la Universidad de Barcelona que tiene un desarrollo anormal porque el conflicto que define a la novelistica del siglo XIX y parte del XX, la lucha entre ambiciones de clase y de poder, en Cataluña se resolvía reproduciendo el mismo antagonismo antiespañol. En esas estamos. Ahí quedó y ahí está publicado por la misma Universidad.
Sin embargo, a mí me ha desconcertado el hallazgo -nunca es tarde- de un poema publicado en su último libro, “Cançó del gosar poder”, aunque no tanto el poema como una nota que dice: “Es un ejercicio sobre los verbos modales catalanes”.  

“Gosa poder donar feina a xarnegos.
Amb el teu sou, compraran vi prou agre
perquè en tres anys els podreixi les dents.
No et faci por: tu pren l’opi dels rics
(d’opi, te’n ve d’Escocia i de Roma).
Gosar poder tenir enemics a sou”.

Después de atreverme a traducirlo, encuentro una de Pere Gimferrer, José Agustín Goytisolo y José María Valverde:

“Atrévete a poder dar trabajo a charnegos.
Con tu sueldo, comprarán vino lo bastante agrio
para que en tres años les pudra los dientes.
No te dé miedo: tú toma el opio de los ricos
(opio, el que viene de Escocia y de Roma).
Atrévete a poder tener enemigos a sueldo”.

En fin, los verbos modales. Aunque sea un accidente, es llamativo el título del capítulo 9 de “Los años sin excusa”, segunda parte le las memorias de Barral: “Osar poder”.
Inevitablemente me recuerda a “Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera”, de Gil de Biedma”, aquello del “patrón que les paga” y “el salta-taulells que les desprecia”. Más amargo, más terrible. Iba en serio y tenía fecha de caducidad.
El recitado en youtube me ha decepcionado porque tiene la aspereza de un militante (fue en el Festival de Poesía Catalana, celebrado en el desaparecido Price de Barcelona en 1970). Por cierto, la búsqueda me ha permitido ver a Lou Reed leyendo en inglés “Cambra de la tardor”, en Nueva York en 2006.

Por último, estos clérigos ferraterianos desprecian lo fundamental. Como apuntó, Camus, el tema, el único tema literario importante, es el suicidio. El verdadero y supremo acto de soberanía.
Insisten, pues, en seguir moviendo el hisopo que Jordi Pujol institucionalizó nada más llegar al poder, año 1981, para  regar su jardína con cruces de Sant Jordi. La anticultura o la cultura como servicio. Sobre el “compromiso” de los poetas con cualquier causa política, Ferrater le dijo al citado Campbell: “Es mal negocio que los alemanes tengan que invadir Francia para que Louis Aragon escriba buenos poemas”.