lunes, 26 de septiembre de 2011

Flor del jaracandá

Lo más llamativo de la vegetación de México DF en estos días es el jacarandá, árbol del que brota una flor violeta, malva y mortecina, tan irreal que podría ser fúnebre, pero no lo es. Sobrevuela por encima de los otros árboles con una belleza que oculta todo los rojos más violentos y el tráfico infernal. Es el fruto de un Estado fallido, ¿no? Ahora la discusión es saber si México es o no un Estado fallido: no ser aun queriéndolo. Freud estudio los “actos fallidos”, aquellos errores cometidos porque ha interferido un deseo. Los fallos no son involuntarios, son una traición. México está acosado por el narcotráfico, incluso su capital está rodeada por los cárteles, dice “El Universal” (“Narcoguerra sitia a la capital”), cercada por un nuevo estado cuyos funcionarios, como los héroes de la lucha libre, tienen nombres ingénuos: La Reina del Pacífico, El Rex, El Chapo, El Azul, El Doctor, El Barbas, El Vicentillo, El Mayo, El Gaviota. Dicho estado fue el segundo en adquirir un sistema de televisión propio (de ahí que su voz sea para nosotros la voz doblada de las series futuristas), después de su vecino del norte, que ahora lucha sin cuartel contra El Mal. ¿Pero no era la televisión quién vertebraba a los países?

viernes, 16 de septiembre de 2011

La culpa es del fotógrafo


Lo terrible es viajar con las mejores ropas hasta al fin del mundo. 
Da pudor mirar ese decoro

El funcionario cumple órdenes, y el funcionario encargado de hacer las fotografías cuando llegaban los deportados al campo también hacía su trabajo. Meticulosamente. Miles de fotos ordenadas y clasificadas, por supuesto, para la historia, pero también para el inspector que tenía que revisar si el trabajo se hacía correctamente, lo que nos anuncia un par de cosas: que no eran conscientes de estar cometiendo un delito –la palabra “genocidio” no entra en vigor hasta 1948- y que el mundo, al final, cerraría los ojos ante la Solución Final. Walter Benjamin, que huyó de esta forma de muerte industrial y acabó, como es sabido, suicidándose en un hotel de Portbou perseguido por nazis y a la espera de los colaboracionistas españoles, escribió que la fotografía abre un mundo de imágenes que "habitan en lo minúsculo, suficientemente ocultos e interpretables para haber hallado cobijo en los sueños en vigilia". Podemos así observar detalles de la vestimenta en las personas que llegaban a Auschwitz, un decoro que me produce pudor mirar. Esa normalidad de un día soleado -¿o es que sólo se muere los días de tormenta?- que no puede anticipar un futuro terrible e inmediato. 

Lili Jacob tenía dieciocho años cuando llegó a Auschwitz. Era el campo de exterminio más grande de los cuatro que se construyeron en territorio polaco y desempeñó un papel fundamental en la ejecución de la Solución Final. El 26 de mayo de 1944 se detenía en el andén de Auschwitz-Birkenau un «transporte» con 3.500 judíos procedentes de la aldea de Bilke, en los Montes Cárpatos, un territorio que Hungría se anexionó de Checoslovaquia. Habían salido dos días antes sin destino conocido en unos vagones de transporte de animales. Era el último colectivo judío más numeroso de Europa, ortodoxos y de habla «yiddish». Eran hombres, mujeres, niños, viejos y enfermos identificados con una estrella amarilla en el pecho. Lili Jacob viajó con sus padres y sus seis hermanos y otros miembros de la familia y unos cuantos enseres personales de los que fueron despojados nada más poner los pies en tierra. En el andén fue separada de sus familiares y no los volvió a ver nunca más: muy poco después fueron llevados a la cámara de gas. Ella era apta para el trabajo y se salvó. «Arbeit macht frei». El trabajo os hará libres. Así rezaba en el frontispicio de la mayor fábrica de la muerte nunca concebida por el hombre.

Lili Jacob pasó los últimos años de la guerra en el campo de Roa Mittelcau, en Turingia. El 9 de abril de 1945, cuando los soldados norteamericanos liberaron el campo y ella buscaba algo de ropa en los armarios, encontró un álbum de fotografías. Lo hojeó apresurada y le llamó la atención encontrar retratados de algunos de los familiares que llegaron un año antes a Auschwitz nada más bajar del tren, incluso a su rabino, Naftali Zvi Weiss, escribe ella misma. Allí estaban viejos conocidos de su pueblo escoltados por los soldados de las SS; miran abstraídos a alguien que les fotografía desde lo alto del vagón.

¿Es esta la novela de Lili Jacob? «No es una novela, sino una epopeya trágica porque cuenta la historia de cómo se exterminaron metódicamente a millones de judíos, no hay nada de ficción aunque la crueldad sea tan grande que cueste creer que el hombre sea capaz de cometer un crimen tan horrendo». Quien así habla es Serge Klarsfeld, hijo de un superviviente, que editó por primera vez, en 1980, el álbum y convenció a Lili Jacob para que donase las fotografías a Yad Vashem, el Museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén, aceptando así la solicitud del primer ministro israelí Menachem Begin.

Hasta entonces, las fotografías que testimoniaban el Holocausto habían sido realizadas por los soldados aliados y soviéticos (como en el caso de Auschwitz) que liberaron los campos. Sin embargo, en las imágenes del “Álbum de Auschwitz” está la mirada fría, metódica y burocrática del agente nazi. Absolutamente despiadada. Son imágenes técnicamente irreprochables, de 8,2 por 11,1 centímetros, que servían para documentar la actividad del campo y, sobre todo, las tareas de identificación. El álbum que halló Lili Jacob, de cincuenta y seis páginas, contenía 189 fotografías que recogían el siniestro itinerario desde la llegada del «transporte» de los judíos de Bilke en el que ella viajó con su familia, el primer contacto en el andén con los vigilantes de las SS, su selección posterior, hasta el paseo en ordenada fila hacia la cámara de gas de los más débiles. Además, había un apartado con 63 fotografías sobre la visita de Himmler a Auschwitz, en una inspección “rutinaria” que no oculta las intenciones últimas de la demencia nazi. Incluso en el reverso del álbum –forrado en lino marrón y con protectores metálicos en las esquinas- hay escrita una misteriosa dedicatoria que invita a imaginar cómo era los ejemplares funcionarios de Hitler: «En recuerdo de tu estimado, inolvidable y fiel, Heinz».

La primera vez que estas fotografías aparecieron en público fue en el juicio al nazi Adolf Eichmann que tuvo lugar en Jerusalén en 1961, hace cincuenta años. «Esas fotografías siguen estando vivas -dice en conversación telefónica desde París Serge Klarsfeld- porque revelaron la verdad del exterminio judío y puso rostro a la víctimas, hasta entonces eran montones de muertes y seres consumidos». ¿Cómo continúa la «novela» de Lili Jacob? En un proceso a veintidós nazis que «trabajaron» en Auschwitz, celebrado en Fráncfort en febrero de 1964, se descubrió la identidad de los autores de las fotografías del álbum. Eran dos miembros de las SS, Bernhard Walter, jefe del servicio de identificación, y Ernst Hoffmann, su ayudante. Lili Jacob compareció en el juicio, abrazada al álbum, pero se negó a entregarlo como prueba inculpatoria.

«En 1978 oí hablar de esas fotografías. Yo estaba preparando una investigación sobre el extermino de los judíos franceses en Auschwitz cuando recibí un sobre con sesenta fotografías procedentes del Museo Judío de Praga, eran copias del álbum, así que pensé que las originales deberían ser más. Comprendí entonces que tenía que buscarlas, estuviesen donde estuviesen. Cuando por fin encontré a Lili Jacob, ella me dijo que esas fotografías no interesaban a nadie y yo le dije que sí que interesaban, que era nuestra memoria. Entonces le propuse que las donase a Yad Vashem», explica Klarsfeld, un «cazador de nazis» que desde la Fundación Beate Klarsfeld realizó en 1980 una edición limitada de «Álbum de Auschwitz».

Desde la edición de estas fotografías realizadas con un sobrio estilo sumarial, los muertos recobraron su propia vida y en cada edición se ha añadido un dato más sobre la identidad de las víctimas, muertos o supervivientes. «Eva Spiegel, hija de Naftali Megid de Tecso» o Sarah Marton, hija de Shmulke Fuks de Visk. Sobrevivió», puede leerse al pie de una fotografía. «La identificación es fundamental porque la realidad del Holocausto no son números, sino que detrás de cada una de esas cifras hay un nombre, una vida y una historia», dice Klarsfeld, que reconoce que con el paso del tiempo, y la muerte de los supervivientes y de sus familiares, se hace imposible la identificación. La propia Lili Jacobs, que emigró en 1948 con su marido a Estados Unidos, murió en diciembre de 1999, con setenta y tres años. Pero albergaba alguna esperanza: «Quizá todavía se pueda detener a algún asesino nazi en Alemania».

Es fácil mirando estas fotografías pensar que aquellas personas que pusieron los pies en el andén de Auschwitz-Birkenau un soleado día de mayo de 1944 desconocían su destino. Vestidos como si fuesen de paseo un día de fiesta, como si supiesen que emprendían un largo viaja, asustados pero sin perder la dignidad, atienden las órdenes de los SS, como si fuesen sus salvadores; otros, miran fijamente a la cámara, sabedores de que estaban en el final del trayecto. «No hay misterio en el exterminio del pueblo judío por el pueblo más avanzado y culto en el corazón de Europa, sino explicaciones históricas», afirma Klarsfeld.


(“Álbum de Auschwitz” sólo se ha editado dos veces más, en Nueva York, en 1981, y en España por Casa Sefarad-Israel)

jueves, 15 de septiembre de 2011

Obama y la cultura "hipster"


Miles Davis durante la grabación de
"Kind of Blue" en 1959


Volvemos a Norman Mailer. Él, que escribió de casi todo lo importante que pasaba en Estados Unidos, no lo pudo hacer sobre cómo un hombre negro llegó a la Casa Blanca. Sin embargo, en 1959 escribió “El negro blanco”, un artículo (reunido en “América”) donde introduce un concepto que hoy ha vuelto, el “hipster”, aunque con otro tono (el joven “antifashion”), esa manera de encarar la vida en los submundos de norteamerica como si tuvieras un pie en el delito y el otro en la libertad absoluta. Mailer creía que ese modelo de hombre existencialista, si alguien podía encarnarlo plenamente, eran los negros, porque “saben más de la fealdad y peligro”, y serían ellos quienes transferirían a la cultura blanca una actitud “hipster” –antecedente de hipi-, libre, rebelde, vitalista, y una gramática: “flipar”, sin ir más lejos. El jazz fue la primera dosis fuerte: Miles Davis grabó el mítico “Kind of Blue” en 1959 y Bill Evans fue la única nota blanca y luminosa del septeto. El desarrollo de esa cultura dependería de que el negro sea la fuerza dominante en EE UU, pero –avierte Mailer- “es probable que, en caso de obtener la igualdad, posea una superioridad potencial, superioridad tan temida...”.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Compadece al que cae

Foreman cae ante la mirada de Casius Clay en Kinshasa, en 1974
                                                                        


“Siento compasión por los hombres que pierden”, dice Norman Mailer en los minutos finales del “Cuando fuimos reyes” (1996), que relata el combate entre Mohamed Ali y George Foreman celebrado en Kinshasa, Zaire, en 1974. Podía haberle rematado con su derecha, relata Mailer, cuando el cuerpo de Foreman se desplomaba pasando por delante  del torso de Casius Clay, pero prefirió “la estética del hombre que cae” antes que lanzarle un último golpe que sólo hubiera ensuciado el reconocimiento hacia su adversario, un gran boxeador, Foreman, que después de ese combate cayó en una profunda depresión y volvió a reinar veinte años después. Creo que ese sentimiento impregna toda la obra de Mailer: la comprensión hacia el hombre que cae, sea un pobre asesino o un magnicida loco. En la historia moderna de Estados Unidos no es una posición cómoda. Lo dejó claro en sus libros dedicados al ajusticiamiento de Gary Gilmore (“La Canción del Verdugo”) y al asesino de John Kennedy, Lee Harvey Oswald (“Oswald. Un misterio americano”).De llegar a escribir sobre el 11-S, sin duda su posición también habría sido incómoda.

Que pasen diez años


Norman Mailer no llegó a tiempo para contar qué pasó el 11-S

Norman Mailer murió en 2007. Poco antes había dicho que debería dejarse pasar diez años por lo menos para escribir sobre los atentados del 11-S. Escribir literariamente. O escribir como él hizo, por ejemplo, en “La canción del verdugo” o en "Oswald. Un misterio americano". Nunca he entendido, dicho sea de paso, por qué se le ha llamado a ese género “periodismo literario”. Pues bien, Mailer hubiera dejado pasar un tiempo antes de hincarle el diente a una historia marcada sobre todo por nuestra apreciación estética y solamente estética. No es una ley que Mailer haya aplicado a todos sus libros, o no de manera tan tajante. Por ejemplo, los sucesos que narra en “Oswald” (el asesinato de JFK) transcurren en 1963 y el libro se publicó en 1995. En el caso de “La canción del verdugo”, apenas dos años después de que Gary Gilmore  fuese ejecutado en 1977 en una cárcel de Utah, cumpliéndose así su propio deseo, Mailer daba a la imprenta el libro.
Por lo tanto, en el caso del 11-S todo nos hace pensar que es diferente. Mailer intuía o sabía que se trataba de un asunto mayor, que era el gran tema, y estoy convencido que de haber vivido habría escrito sobre ello largo y tendido.
No todo el mundo ha respetado la “ley Mailer” y no han podido dejar de escribir, incluso de hacer alguna película prescindible, y no sabemos a qué espera  Peter Sellars para llevarlo a una ópera en MET: Mozart, por supuesto. ¿Se imaginan? Por ejemplo: un bróker se queda dormido con su amante tras una noche de fiesta y no acude a la oficina en la planta 72 de la torre norte del WTC. Se salva, mientras ve caer los rascacielos, pero ella lo abandona por otro hombre que quizá a esas horas ya habitaba entre los escombros… Como ven, a mí, sin ánimo de personalizar, también se me ocurren, o son más fáciles las ocurrencias, cuando nos situamos en el plano estético de la historia y, atraídos por las formas sublimes del mal, queremos meter una patita en el otro lado, pero con precaución: cómo fue el último minuto en la vida de alguien, o cómo el azar siempre salva, si juega a tu favor.  Pero ¿y el otro plano? ¿Qué pasa con él? Quizá no ha llegado la hora, como ya nos anunció Mailer.
Frédéric Bigdebeder no lo creyó así y en 2004 publicó “Windows on the World”. Un padre lleva a desayunar a sus dos hijos al restaurante de una de las torres, el Windows on the World, y desde allí viven el final de todo. El Final de Todo. O del Todo. Hay algo de apocalipsis en toda esta puesta en escena, Incluso Bigdebeder se permite, como buen publicista, ofrecer la visión que desde el avión tienen del rascacielos antes de estrellarse. Muy audaz y juvenil. Martin Amis, por el contrario, recurre al ensayo, pero la cabra tira al monte y rápidamente fabula con la posibilidad de que Mohammed Atta se hubiese partido la crisma en la ducha la mañana del 11-S antes de ir al trabajo. Mientras se rasura el vello del cuerpo cumpliendo las normas de los mártires islamistas, el arrobo, la alegría o el maldito jabón –siempre ese dato empírico anglosajón- acabó con Atta en el suelo, llorando de dolor, desnudo y lleno de pelos y frustrando, de paso, el mayor atentado terrorista de la historia. Todo sucede, como vemos, en el último instante, alterando el devenir histórico por un fatal error, fascinados como siempre  por esa extraña ceremonia del reo que toma su última cena, incluso con delectación y capricho. Siempre contemplando el abismo desde la distancia.
Se suele hablar de “la caída” de las Torres Gemelas para referirnos a un atentado terrorista perpetrado por Al Qaida. La caída, como si fuera la caída de Pablo de Tarso del caballo, una especie de predestinación, un castigo en este caso Quizá Mailer hubiera ido más allá y no se hubiera quedado en ese estado pre político y religioso y hubiese buscado los errores que permitieron que ese atentando fuese posible en el “corazón” de EE UU, como por culpabilidad se repite. Sin duda sería una historia menos elegante, pero alguien tiene que hacer el trabajo sucio, también en literatura o en “periodismo literario”.
Lo que nos atrae es lo sublime, decíamos: la fascinación por el mal. Es la belleza de un acto destructivo. Ver una y otra vez la caída de las torres, los aviones segar como una cuchilla de fuego los rascacielos, esa limpieza cristalina de la mañana -sobre todo ese sol lleno de inocencia- en la que es imposible imaginar a muerto alguno, como así ha sucedido, porque no hubo muertos, y quizá podamos inaugurar una nueva medida, los “no vivos”. Una escrupulosa unidad de medida de desaparecidos, que parece ser es lo que las sociedades modernas y fácilmente traumatizables pueden soportar.

                                               Claude Eartherly, el piloto de Hiroshima, fotografiado
                                                               por Richard Avedon

Tras la bomba de Hiroshima también se habló de una nueva unidad de medida: “Megadeath”. Así lo cuenta Robert Jungk en la introducción a la correspondencia entre Günther Anders y  Claude Eartherly, el piloto que lanzó la bomba sobre Hiroshima. Ambos se escribieron durante años y de esta manera pudo Eartherly soportar la terrible culpa de arrojar –aun por el deber cumplido- la primera bomba atómica sobre una ciudad. Pero he ahí la palabra clave: culpa. No creo que exista en ninguno de los que planificaron los atentados del 11-S, 11-M y 6-J alguna deuda moral con las víctimas, que simplemente han pagado por su infidelidad. Eartherly estuvo internado años en hospitales militares, acabó con su matrimonio, intentó quitarse la vida en un hotel de Nueva Orleans, más tarde lo hizo en Waco y, mientras algún compañero de misión del Enola Gay, como el encargado del radar, vivía feliz porque solo habían lanzado una “bomba algo más grande” (otro su director de una fábrica de chocolate), él se retorcía y cometía pequeños delitos (atracos sin llevarse nada, talones sin fondo… ) para ser detenido y confesar públicamente ante algún juez cuál era su culpa.
¿No tenía la vida de Claude Eartherly todos los puntos para ser llevada al cine? Pues se intentó muy seriamente y recibió ofertas sustanciosas. “Solamente tenemos una vida, y si las experiencias de la mía pueden contribuir al bien de la humanidad, ése ha de ser su fin: no el dinero o la fama, pues yo debo a todos una explicación”, le escribiría a Anders. El filósofo Günther Anders era vienés, pero conocía bien Hollywood, cerca de cuyos estudios había vivido algunos años. Le recomienda que resista, incluso al detalle de la metodología de la creación del guión: “El tema del script”. “Desde hace cuatro décadas, la escritura de guiones cinematográficos es un trabajo rutinario realizado por especialistas del equipo de producción; y hasta los escritores de fama que son invitados a Hollywood para redactar guiones, se enfrentan siempre a la misma situación: se les arrebata los borradores y a veces incluso el manuscrito ya concluido, éste se pone a disposición de los especialistas, que lo transforman hasta tal punto que el producto final ya no tiene nada que ver con el manuscrito original. Tenga esto presente si gente del cine le solicita que escriba la historia de su vida…”. Pero Eartherly nunca vendió su vida al cine, aunque le dedicaron alguna canción y el Enola Gay dio nombre a un grupo pop. Ahí está siempre el Pop dispuesto a recoger las sobras.
Nos podemos conformar con pasar del Gran Hongo a la Gran Caída, de aquella luz nunca vista hasta entonces, de aquella ascensión desde la nada al derrumbe silencioso. Terry Eaglenton nos agua la fiesta cuando dice que en esa violencia indiscriminada “un tipo de absoluto pervive en un mundo tan alarmantemente provisional como éste”, que como se propone Raskolnikov en “Crimen y castigo” de Dostoievski, “los actos absolutos son posibles incluso en un mundo de relativismo moral, antros de comida rápida y programas de telerrealidad”. Así que podríamos deleitarnos en cuan sublime es la caída de Torres Gemelas, pero alguien deberá contar la historia de cómo fue posible. Algo tan sencillo, o quizá no tanto.