martes, 12 de julio de 2011

Antonio López es Hal

                                            Antonio López toma té en la fundición (Foto: Gonzalo Pérez)


Prepara el té, le echa miel, cierra el termo y lo mete en una bolsa. Hasta la noche, esa será toda su comida. Recoge algunas herramientas y papeles y los guarda en una cartera que se cuelga al hombro. Antes, se ha quitado las zapatillas casi de una patada al aire y se ha puesto los zapatos. Junto a él, está esperándole con los brazos cruzados María, la pintora María Moreno, su mujer, con quien se casó en 1961, y una de sus hijas, María, que también está ordenando papeles con una cierta urgencia, entre ellos el listado de las obras de la exposición que acaba de inaugurar en el Museo Thyssen de Madrid.
Su casa es grande, de amplios espacios y nada redecorada. Es un chalet de la zona de Chamartín, y parece que está a medio construir, como si fuera una de sus pinturas inacabadas o como esas viviendas de campesinos cuyas paredes enyesadas todavía rezuman el olor de la tierra. La vida de Antonio López parece regida por un rito sencillo, pero estricto que se pone en marcha cada mañana en esta estancia reducida adosada a la casa principal –es como si fuesen los guardeses de su propia casa–, en la que están las fotos de los nietos, enseres personales que por pudor no me atrevo a mirar y el polvo que aparece debajo de unas monedas y que dan cuenta de una vida cotidiana nada mundana. Abre unas cortinas y sale al patio, preparado para ir a una fundición de Arganda en la que está poniendo punto final a una de sus esculturas de bronce, un hombre desnudo tendido boca arriba. María y su hija le acompañarán.
Le estoy esperando en el patio y le pregunto si el membrillo que está en el jardín es el mismo de la película de Víctor Erice. Sí, es él. Hace veinte años y sigue ahí. «Pero entonces tenía unos seis, así que echa la cuenta», dice. El perro, algo triste, ladra a los instrusos sin mucha convicción. Ha llovido y las baldosas del jardín están mojadas. Le dice a María que se agarre a su brazo, que tenga cuidado, y le ayuda a bajar unos cuantos escalones que conducen a la calle.
A lo largo de todo el invierno, los dos han salido por la mañana camino del Palacio Real. En el invernado, con vistas al Campo del Moro, protegidos por un par de estufas, le esperaba el cuadro de la Familia Real, una obra cuyo final es muy esperado, pero a la que él ha sometido a una conocida y larga maduración: el simple paso del tiempo. Ahora tomamos un camino radicalmente diferente. Estamos en un polígono industrial de Arganda del Rey, en una nave en la que funde sus grandes piezas en bronce. La luz es perfecta: una semioscuridad iluminada por fluorescentes y altos ventanales que permiten que el polvo esté en suspensión. Una grúa pone de pie la escultura cogiéndola por el cuello como a un esclavo que se ofrece a los mercaderes, mientras Antonio López se pone un blusón y ata a la cintura para ceñirla un cinturón de cinta aislante. Se pone unas gafas de protección, pide que quiten la radio –se oye el lamento de Alejandro Sanz– y con una lima eléctrica empieza a pulir la pieza, sin concesiones a la canción melódica. Su hija María ha medido antes la escultura, 1,84 metros, para que pueda instalarse tendida en el Thyssen sobre una plancha de madera. Al rato se vuelve a Madrid junto con su madre.
Sigue puliendo con devoción la escultura, como si él hubiese creado de un soplo ese cuerpo y supiese cómo es el mapa de sus heridas, sus huellas, huesos y venas, pero hay algo especial en esa humildad ante la obra, la convicción en el trabajo, en el esfuerzo físico: «En todo arte hay una entrega física: si lo que haces añade valor, está bien, pero si no añades nada, eres un obrero más».
Sus exposiciones se hacen esperar. La última en España tuvo lugar en 1993 en el Reina Sofía y fue un acontecimiento todavía recordado, no sólo por las cifras de visitantes, sino porque el público se reconcilió con una pintura que veía como suya, cercana y comprensible, exigente y de altísima calidad. Esta contradicción siempre ha sobrevolado la obra de Antonio López: su aprecio entre el gran público es superior al lugar que le destina la crítica de arte y los museos de arte contemporáneo. «¡Me aburre esta historia! Mi obra no necesita muchos artículos y textos críticos para defenderse. Está representada en los grandes museos y si no lo está me da igual. Siempre ha habido un arte dominante y ahora le toca dominar a un arte en el que mi obra no está incluida. Esas son las reglas del juego y las acepto, pero esas reglas no las ha hecho Dios, así que todo pasa...», dice con cierto abatimiento.
Lleva tres horas puliendo la escultura. Es una aleación de bronce, cobre y estaño y no es fácil modificar lo que el fuego ha creado. Hace poco me dijo que no tenían en cuenta su edad, 75 años, que a lo mejor el encargo del retrato de la Familia Real le había pillado algo mayor y que se sentía como el ordenador Hal de «2001: una odisea en el espacio», de Kubrick. Antonio López es menudo, pero pétreo, y camina guiado por una decisión irrefrenable, remarcando muy bien la pisada y adelantando la cabeza. Pero que nadie tema: el arte no mata. Mata la vida, especialmente la mala vida. Así que pide no exagerar las cualidades curativas del arte. «Quien realmente cura es la ciencia y quien realmente resuelve los problemas del hombre es la ciencia. El arte no interesa a nadie. Es para una minoría, como ha sido siempre, así que no exageremos nuestro papel en el mundo, el mío y el del director de museo con más renombre. Ni siquiera cuando vemos cosas realmente malas expuestas no pensemos que eso nos puede afectar, no sirve para nada, ni para ayudar al hombre, ni siquiera para que pueda sentir alguna satisfacción al contemplarlo. ¿Sabes qué es perjudicial?: un mal político gobernando muchos años es negativo, pero no un artista», dice mientras dejamos Arganda camino de la Facultad de Bellas Artes.
Pasa por al lado de los alumnos y echa de paso una ojeada a lo que hacen: la verdad es que es extraño y algo emocionante ver a decenas de jóvenes esforzándose en aprender a esculpir la piedra, que algo tan primitivo perdure todavía. Pero no nos quedemos en la anécdota, me advierte, porque «desde hace mucho tiempo, desde el Renacimiento, el arte es un espectáculo y muchas veces sólo nos quedamos en la anécdota». Somos afamados especialistas en quedarnos sólo con la anécdota. Se refiere a España.
Entra en un aula de modelaje y se dirige hacia un rincón en el que encuentra sobre una peana dos cabezas envueltas en plástico. Se pone un delantal y descubre a una de ellas: aparece una cabeza clásica de mujer, es una Olimpia. A su lado está el modelo del que lo ha copiado. Viene todas las tardes a hacer esta copia porque en la facultad hay una copia en escayola fechada en 1881. Coge la espátula y empieza a hacer los cabellos de la mujer. De repente, dice: «En España, lo que nos hace falta ahora es silencio, salir del ruido como sea, dejar de oír esa cacofonía interminable de ruidos y opiniones que sólo hacen repetir una y otra vez lo que otro ha dicho. Opinar esta muy bien, y decir lo que uno piensa, más todavía, pero la democracia es también dejar que cada uno pueda construir su opinión... Hay que salir del ruido, y si no se puede, dejar de escuchar, que es lo que hace la mayoría de la gente. Por eso vengo aquí, a modelar estas Olimpias y entender su silencio, ese misterioso lenguaje que nos dejaron escrito». Las cabezas de estas dos mujeres estaban en el friso del templo de Olimpo y representan a unas lápitas que luchan con los centauros, por eso las cogen por los cabellos. «Mira las venas de sus manos... ¡Cómo eran los clásicos!».
«Soy distinto, ¿y qué». Lo es, sin duda. A quien muchas veces es tachado de pintor tradicional con desprecio, el tiempo lo ha situado como un artista diferente, un heterodoxo, alguien que está en los márgenes construyendo una obra con ánimo de perdurar, luminosa y llena de silencio, y aún deudora de la gran pintura por su técnica y su complejidad.
Que está en los márgenes del arte oficial (contemporáneo) puede verse en la disposición de la nueva colección del Centro de Arte Reina Sofía. Circula el siglo por los pasillos del museo: años 40, 50, 60... y, de repente, aislada, se abre una pequeña sala dedicada a Antonio López, como una excepción. «Pero esa sensación de  aislamiento es porque el Reina Sofía lo ha querido así... Si a Hooper lo colocas solo, no entiendes nada y si a mí se me pone solo en una sala, tampoco se entiende nada, quién soy, de dónde vengo, por qué pinto lo que pinto. Pero las colecciones de arte de los museos, de algunos museos, lo que quieren no es tanto mostrar el mejor arte que se ha hecho en una época, sino una idea de arte expresada por un director», explica, de nuevo aburrido, y «no hay nada más patético que querer defender lo contrario».
La exposición del Museo Thyssen reúne veinte años de trabajo,  un periodo de tiempo en el que el nombre de Antonio López ha crecido como una excepción entre centenares de pintores abstractos. La película «El sol del membrillo» (1992), de Víctor de Erice, ayudó a construir ese «hombre raro» fuera del tiempo y dio una trascendencia a una pintura enormemente compleja y llena de paradojas, de tan lenta elaboración que, como los pintores de la corte, enervaba a los reyes.
«La familia del arte tiene mucha importancia para los artistas, pero para nadie más. Así que hay que ser más humildes y saber cuál es nuestro lugar en el mundo, un mundo, además, que no se deja guiar tan fácilmente como antes. Que nadie piense que un artista puede gobernar el mundo... pero si ya no lo pueden gobernar ni los políticos. A diferencia del cine o de la literatura, la pintura y las artes plásticas están lejos de la gente, ni lo entiende, ni creo que tenga ganas de entenderlo porque es tal la soberbia de lo que se hace, que sólo provoca desprecio. ¿A quién le importa Duchamp?», y se calla mirando por encima de las gafas, las manos manchadas de barro, esperando la respuesta, deseando responder luego él: «La penicilina ha sido más importante que Duchamp». 
Se aparta de la cabeza de la Olimpia, se apoya en la pared y exclama con satisfacción: «¡Estoy cansado!». A lo largo del día, su figura se ha encogido, pero mantiene la misma solidez. El tiempo ha ido haciendo de Antonio López una figura fuera del tiempo. «¡Estoy bien!... Sí, estoy bien conmigo mismo», dice al final.

lunes, 4 de julio de 2011

No hay perros rabiosos

                                                       Tumba de Jean Genet en Larache

Cuenta una guía turística poco recomendable que es inaudito que para llegar hasta la tumba de Jean Genet en Larache haya que sortear la basura y jaurías de «perros rabiosos». Atento por esa acechante presencia llegué a la ciudad atlántica del antiguo protectorado español tras los pasos de una historia familiar, pues no habría que olvidar que nuestra huella colonial en esa parte de Marruecos sigue siendo honda, o más que profunda, imborrable. Lo normal es que en cualquier café de la Plaza de España (las guías, de nuevo, insisten en llamarla Plaçe de la Liberation mientras en la calle se la denomina a la vieja usanza y lo siga recordando el desconchado Hotel España) pueda mantenerse una conversación en castellano en los cafés Central, Lixus y Cara Bonita.
Desde el paseo marítimo pueden verse, hacia el sur, las irregulares tumbas del cementerio musulmán que caen sobre los acantilados, en este caso sí, llenos de bolsas de basura que podrían confundirse con gaviotas. A su lado está el matadero municipal. A unos centenares de metros está el viejo cementerio español, blanqueados sus muros y cerrado con una puerta de hierro. Nos la abre un niño, uno de los hijos de los guardas del camposanto, con la solemnidad de un anciano escéptico. Que la tumba del autor de «Diario del ladrón», nacido de madre desconocida, criado en una inclusa, reformatorios y, cuando creció, en cárceles, esté custodiada por un niño, invita a parábolas peligrosas. Es una tumba sencilla frente al mar: un túmulo cubierto de hierba, unas violetas frescas y una lápida de piedra con la fecha de nacimiento (1910) y de su muerte (1986).
A Larache lo llevaron sus amigos, palestinos, los fedayines a los que se unió en los campos de refugiados de Jordania (¿buscando ser adoptado?) y cuya historia quedó recogida en su libro póstumo «Un cautivo enamorado». Juan Goytisolo recogió en «Los reinos de Taifa» el reencuentro con su patria adoptiva: «El funcionario de aduanas que acogió el féretro preguntó a quienes lo acompañaban si se trataba del cuerpo de un obrero marroquí emigrado. Conmovidos, orgullosos, dijeron que sí».
Genet siempre en el límite, incluso un paso más allá. No hay mayor testigo sobre Jean Genet que Juan Goytisolo, amigo y alumno reconocido sobre cómo enfrentarse a la literatura sin impostura.
Se conocieron en 1955, cuando Goytisolo acudió a una cita en el apartamento de Monique Lange, quien sería su compañera e introductora en el egocéntrico mundo intelectual parisiense. Allí estaba Genet, siempre ejerciendo su papel de antipope sartriano, que le espetó, según reconstruye Miguel Dalmau en «Los Goytisolo»: «Y usted, ¿es maricón?». Goytisolo, siguiendo con esa escenificación, contestó que había tenido experiencias homosexuales. «¡Experiencias! ¡Todo el mundo ha tenido experiencias! ¡Habla como los pederastas anglosajones! Yo me refiero a sueños, deseos, fantasmas», dijo Genet.
En el primer ensayo que recoge y da título al libro «Genet en el Raval» (Galaxia Gutenberg), aparece ese «Genet d’Espagne» que escribe «Diario del ladrón» (1949) a raíz de sus “experiencias” en la Barcelona de los primeros años treinta. En el Barrio Chino -hoy descatalogado-, el joven Jean Genet malvive o vive, pues está libre, sin horarios, sin noche ni día, sin cama fija donde descansar, prostituyéndose y robando. Deambula por los tugurios, entre marineros, chaperos y burgueses atildados y clandestinos por La Criolla, local hoy desaparecido donde sufrió todo tipo de humillaciones, fuera de la ley y marcando un territorio sin moral o directamente habitando el mal. Más allá de la República, de catalanistas y anarquistas.
Goytisolo, a pesar de disputas que provocaran algún alejamiento, ha reconocido que Genet fue para él un ejemplo, el modelo de escritor al que aspira. «El desarrimo de Genet a toda consideración mundana -en hermoso contraste con la flexibilidad servil de todos los medios literarios que he conocido a lo largo de mi vida- ha sido y es la horma a la que con mayor o menor éxito he procurado ajustar mi conducta hasta el punto de haberla convertido en una especie de naturaleza segunda», escribe en el ensayo «Genet y los palestinos».
La correspondencia que mantuvieron los dos entre los años 1958 y 1974, por lo menos en las siete cartas que selecciona Goytisolo, muestra una camaradería sincera. «Juana la Maricona», escribe Genet. «¿Quiere traducir usted los “Funámbulos”, mi querido marica?» (por cierto, se lo pide Cela). O cuando le ruega que venga a verle a Tánger y de paso le lleve Nembutal, «le presentaría a unos espléndidos mostachos que trabajan en la construcción».