Cuenta una guía turística poco recomendable que es inaudito que para llegar hasta la tumba de Jean Genet en Larache haya que sortear la basura y jaurías de «perros rabiosos». Atento por esa acechante presencia llegué a la ciudad atlántica del antiguo protectorado español tras los pasos de una historia familiar, pues no habría que olvidar que nuestra huella colonial en esa parte de Marruecos sigue siendo honda, o más que profunda, imborrable. Lo normal es que en cualquier café de la Plaza de España (las guías, de nuevo, insisten en llamarla Plaçe de la Liberation mientras en la calle se la denomina a la vieja usanza y lo siga recordando el desconchado Hotel España) pueda mantenerse una conversación en castellano en los cafés Central, Lixus y Cara Bonita.
Desde el paseo marítimo pueden verse, hacia el sur, las irregulares tumbas del cementerio musulmán que caen sobre los acantilados, en este caso sí, llenos de bolsas de basura que podrían confundirse con gaviotas. A su lado está el matadero municipal. A unos centenares de metros está el viejo cementerio español, blanqueados sus muros y cerrado con una puerta de hierro. Nos la abre un niño, uno de los hijos de los guardas del camposanto, con la solemnidad de un anciano escéptico. Que la tumba del autor de «Diario del ladrón», nacido de madre desconocida, criado en una inclusa, reformatorios y, cuando creció, en cárceles, esté custodiada por un niño, invita a parábolas peligrosas. Es una tumba sencilla frente al mar: un túmulo cubierto de hierba, unas violetas frescas y una lápida de piedra con la fecha de nacimiento (1910) y de su muerte (1986).
A Larache lo llevaron sus amigos, palestinos, los fedayines a los que se unió en los campos de refugiados de Jordania (¿buscando ser adoptado?) y cuya historia quedó recogida en su libro póstumo «Un cautivo enamorado». Juan Goytisolo recogió en «Los reinos de Taifa» el reencuentro con su patria adoptiva: «El funcionario de aduanas que acogió el féretro preguntó a quienes lo acompañaban si se trataba del cuerpo de un obrero marroquí emigrado. Conmovidos, orgullosos, dijeron que sí».
Genet siempre en el límite, incluso un paso más allá. No hay mayor testigo sobre Jean Genet que Juan Goytisolo, amigo y alumno reconocido sobre cómo enfrentarse a la literatura sin impostura.
Se conocieron en 1955, cuando Goytisolo acudió a una cita en el apartamento de Monique Lange, quien sería su compañera e introductora en el egocéntrico mundo intelectual parisiense. Allí estaba Genet, siempre ejerciendo su papel de antipope sartriano, que le espetó, según reconstruye Miguel Dalmau en «Los Goytisolo»: «Y usted, ¿es maricón?». Goytisolo, siguiendo con esa escenificación, contestó que había tenido experiencias homosexuales. «¡Experiencias! ¡Todo el mundo ha tenido experiencias! ¡Habla como los pederastas anglosajones! Yo me refiero a sueños, deseos, fantasmas», dijo Genet.
En el primer ensayo que recoge y da título al libro «Genet en el Raval» (Galaxia Gutenberg), aparece ese «Genet d’Espagne» que escribe «Diario del ladrón» (1949) a raíz de sus “experiencias” en la Barcelona de los primeros años treinta. En el Barrio Chino -hoy descatalogado-, el joven Jean Genet malvive o vive, pues está libre, sin horarios, sin noche ni día, sin cama fija donde descansar, prostituyéndose y robando. Deambula por los tugurios, entre marineros, chaperos y burgueses atildados y clandestinos por La Criolla, local hoy desaparecido donde sufrió todo tipo de humillaciones, fuera de la ley y marcando un territorio sin moral o directamente habitando el mal. Más allá de la República, de catalanistas y anarquistas.
Goytisolo, a pesar de disputas que provocaran algún alejamiento, ha reconocido que Genet fue para él un ejemplo, el modelo de escritor al que aspira. «El desarrimo de Genet a toda consideración mundana -en hermoso contraste con la flexibilidad servil de todos los medios literarios que he conocido a lo largo de mi vida- ha sido y es la horma a la que con mayor o menor éxito he procurado ajustar mi conducta hasta el punto de haberla convertido en una especie de naturaleza segunda», escribe en el ensayo «Genet y los palestinos».
La correspondencia que mantuvieron los dos entre los años 1958 y 1974, por lo menos en las siete cartas que selecciona Goytisolo, muestra una camaradería sincera. «Juana la Maricona», escribe Genet. «¿Quiere traducir usted los “Funámbulos”, mi querido marica?» (por cierto, se lo pide Cela). O cuando le ruega que venga a verle a Tánger y de paso le lleve Nembutal, «le presentaría a unos espléndidos mostachos que trabajan en la construcción».
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