Hasta Joseph Conrad le escribió el prólogo de un libro de cocina firmado por su mujer; él, que tan bien describió las epidemias de escorbuto en las largas travesías del Pacífico. Pues dice Conrad que, de todos los libros, «sólo los que tratan de la cocina escapan, desde un punto de vista moral, a toda sospecha». La buena cocina es «un agente moral», sentenciará. Julian Barnes, que fue crítico de restaurantes antes que fraile con los «young british writers» (jóvenes hasta en las arrugas), defiende en «El pefeccionista en la cocina» (Anagrama) la sencillez en el plato, siempre que se tenga en cuenta que la complejidad no está reñida con la pureza del sabor. Comió un día (o más) en el restaurante de Heston Blumenthal, The Fat Duck (caído en desgracia porque la mayonesa estaba en mal estado, o algo parecido), a cincuenta kilómetros de Londres, y comprendió que un perfeccionista («gastrotecnólogo» lo llama) puede dar resultados sublimes si se tiene una imaginación ordenada, incluso rococó. Según Blumenthal, la manera correcta de hacer un filete es lanzarlo desde la sartén al aire cada quince segundos un total de treinta y dos veces durante ocho minutos. La lentitud sigue siendo un factor clave, incluso en gastrotecnología ¿Quién dice que la cocina de vanguardia no es vieja? Barnes sólo se lamenta de él mismo, claro está: porque ahora que cocina con placer, lo hace sin imaginación. Malditos libros.
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