Hace unos meses, oí al profesor José Milicua decir en el Museo del Prado que a principios del siglo XVII, en Roma, los cuadros no se firmaban. Los pintores maestros realizaban sus obras dejando su estilo e impronta, de manera que los entendidos sabrían descubrir la autoría. Sólo quienes conocían su trabajo y se esforzaban en estudiarlo tenían el privilegio de saber quién era. Lo dijo a propósito de José Ribera, pero a mí me llamó la atención esta pérdida de autoría, algo que hoy sería impensable porque no hay actividad humana -y menos si en ella tienen que ver las palabras- que no parta del hacedor, de la firma, como origen y objetivo último. Copiar, por lo tanto, no era sólo un delito. Sin autor no hay obra, aunque, como sabemos bien, puede haberla sin autor. Eso hacían en aquella Roma, lo que sitúa el estilo como gran tema. O el no estilo, esa sobria parquedad que tanto inquieta al periodismo de opinión.
Pero el profesor Milicua, que en su haber académico cuenta con haber descubierto alguna pintura del Spagnoletto, añadió algo más: los "arrepentimientos", esos gestos pictóricos que luego se corrigen, dejan huellas, pueden descubrir y reconstruir intenciones abortadas.Idea sugestiva porque no es necesaria conjugarla con la memoria. Puro nominalismo: solo tenemos que seguir las huellas.
A eso, más o menos, Benajamin llamó el "tiempo-ahora". Es decir, que lo que sucedió hace tiempo vuelva al presente, al ahora. En esas estamos, en lo que vuelve incesantemente. Hace poco, Juan Marsé defendió, o me pareció que defendía, por qué el pasado nos encadena, sobre todo a él, y citó a Joseph Roth: "La alegría de haber bregado por una idea sigue determinando nuestra conducta mucho después de que la duda nos haya vuelto lúcidos, conscientes y desesperanzados".
Observo el movimiento de los "indignados" y lo cierto es que sólo me asaltan dudas. Para empezar: ¿Es la protesta de siempre que vuelve?
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