domingo, 12 de agosto de 2012

La Guerra Fría de Marilyn

Marilyn en plena lectura de algún manual del Actor's Studios
El 5 de agosto de 1962, el Instituto Sismológico de Upsala, Suecia, detectó sobre las 10,25 hora española una explosión nuclear de 20 megatones. Días después, se confirmó que correspondía a una prueba de la URSS. ¿Sabían los comunistas que ese mismo día, casi a la misma hora, había sido hallada muerta en Los Angeles Marilyn Monroe? ¿Acaso eran insensibles a la muerte (o al nacimiento) de un mito?  En la prensa española la noticia del fallecimiento de Marilyn se dio el día 7 porque, además de las nueve horas de diferencia con la costa del Pacífico, los lunes en España no salían los periódicos. En todo caso, ninguna de nuestras venerables cabeceras centenarias sacó a portada la muerte de la actriz. Algunos abrieron con la muerte de Ramón Pérez Ayala, escritor y académico. Hubo uno de gran raigambre monárquico que no quiso perturbar la paz de los veraneantes españoles, aunque fuese por la muerte de una actriz irrepetible, rubia e infeliz, y prefirió ofrecer como primera noticia la travesía de la laguna de Peñalara y la fotografía de los bañistas lanzándose al agua. 

Los periódicos anunciaban viajes de cinco días a Lourdes y Biarritz por 1.940 pesetas, que Fabiola y el rey Balduino de Bélgica veraneaban en San Sebastián (él dedicado a la pesca y ella a las compras en Zarauz), que la cosecha de trigo había sido superior en un cincuenta por ciento a la del año anterior, que habían sido lanzados en un viaje estratosférico, a 450 kilómetros de altura, dos monos y cuatro roedores (estos últimos murieron) y que Franco andaba descansando con su gorra de marinero por las rías gallegas. En España, la vida seguía sin apenas conmocionarse por la muerte de Marilyn, algo que hoy no entenderíamos, y que  ha quedado sobradamente demostrado hasta el vómito con la desaparición de Michael Jackson, convertido en mito y basura en partes iguales.  

¿Eran los españoles insensibles a la muerte de esta estrella errante? ¿No se habían dado cuenta que estaba a punto de nacer un mito? Lo que pasaba, tal vez, es que la capacidad de consumo mitológico era entonces inferior y muy por debajo de lo que en la actualidad somos capaces de digerir. Incluso ahora la creación de un mito se produce a una velocidad vertiginosa e inversamente proporcional a su estupidez y alarde de analfabetismo.  

A pesar de las pruebas atómicas del 5 de agosto de 1962, hace hoy cincuenta años, algo se detuvo mientras Marilyn Monroe cruzaba la última frontera, ayudada por una dosis de Nembutal, para transformarse en Norma Jeane, nombre con el que vino a este mundo. Para algunos, su muerte sólo fue la demostración de que la belleza es el paso hacia lo terrible.

domingo, 10 de junio de 2012

Hopper, el pintor de la Gran Depresión

"New York movie" (1939)




Extraña e infeliz coincidencia: Edward Hopper fue el primer pintor en tratar la Gran Depresión. Parece que el tiempo no pasa. Así lo creen algunos, pero no fue sólo eso, como tampoco fue el pintor de la otra depresión, la que viven los hombres, quizá más las mujeres, en la vida interior de sus cuadros. No fue sólo el artista de la Depresión del 29 porque de la misma manera que se negó a ser un pintor nacionalista (la de la América profunda y otros tópicos) y se opuso al chauvinismo del Paisaje Americano, del que dijo ser «una caricatura de América», para desbancar a París, en sus pinturas no había el menor rastro de conflicto social, de obreros en paro, de comerciantes arruinados. Hay  desesperanza. 
El conflicto sólo tenía lugar en el interior de las personas. Sobre esta cuestión dice el crítico Robert Hughes que las ideas políticas de Hopper no pueden descubrirse a través de sus pinturas. Era un republicano conservador, baptista aunque poco religioso, en cuyas obras no existía lucha de clases, ni conflicto político, ni espíritu colectivo, sólo personas. No sólo no fue un pintor nacionalista americano, sino que su mayor influencia la adquirió en Francia, como muy claramente defiende Tomás Llorens en esta exposición. En París se empapa de Manet (del que aprende a dibujar de un solo trazo), de Degas de manera muy especial (cuadros desde una perspectiva a vista de pájaro), pero también de la poesía simbolista, de Verlaine  o Baudelaire y el papel del artista en el mundo moderno. Llorens además incide en dos artistas, Valotton y Sickert, a los que enfrenta a Hopper en el núcleo central o de tesis de la exposición con su cuadro «Soir Bleu», una inquietante velada parisiense en la que el propio Hopper aparece vestido de payaso con un pitillo en los labios. Es decir, el arte como artificio teatral. Su último cuadro antes de morir eran el de él y su esposa Jo (la compleja Jo Nivinson, según cuenta la biógrafa Gail Levin) vestidos de Pierrot saliendo a saludar a un escenario. Luego empieza el Hopper ahora globalizado. 
Mientras en el Museo Thyssen preparaban esta exposición, descubrieron que el Gran Palais de París trabajaba en la misma muestra. Decidieron aunar esfuerzos y, tras exhibirse en Madrid, viajará a París, aunque ampliando allí las obras de artistas franceses. Esperemos que el chauvinismo no sea ahora a la inversa. 
Murió Hopper sin ser comprendido (aunque convertido en póster) después de haber sido marginado por el éxito arrollador y mediático de la abstracción de la Escuela de la Nueva York y machacado por su gurú Clement Greenberg. Hopper lo llevó mal por ser encorsetarlo como el pintor de la «América profunda». Antonio López confesaba a quien firma que en su pintura hay una gran concentración, la fijación en detalles que requieren un trabajo intenso. De hecho, pintó un centenar de obras, dos al año, aunque como buen puritano trabajada todos los días las mismas horas dando la espalda al ruido del mundo del arte. 
Antonio Muñoz Molina escribió en una ocasión que «los cuadros de Hopper se han popularizado tanto que es fácil engañarse creyendo que se los conoce sin haberlos visto nunca en realidad». Esta exposición ahonda en el misterio de este gran pintor.

sábado, 21 de abril de 2012

La banalización de la locura


A estas alturas de la historia universal de la infamia, es absurdo debatir sobre si un hombre que ha asesinado a 77 jóvenes, uno a uno, está loco o cuerdo, si su acto –disparar durante una hora con un arma de asalto después de poner un coche bomba– es producto de la enajenación o de una racionalidad política implacable: liquidar a tu adversario político. Matar por fidelidad a una ideología no añade ni un ápice de razón a un acto de demencia. Sabemos por las grandes matanzas del siglo XX, del Holocausto nazi al  Gulag estalinista, que querer hacer realidad los sueños ideológicos por encima de la voluntad de los individuos produce monstruos  cuya capacidad de destrucción es ilimitada. Terrorismo y locura son la misma cosa, son las dos caras de una aberración política: la de los iluminados que creen ver enemigos emboscados en todos los rincones de la Tierra. La historia lo demuestra y el asesino de la isla de Utoya lo ha vuelto a demostrar. «Reconozco los hechos pero no la culpabilidad», ha dicho el primer día de juicio. Como siempre, como hicieron los más aplicados asesinos políticos, cumplía una misión por la que no debe arrepentirse porque el culpable es siempre la víctima.  Breivik lloró, pero lo hizo cuando él mismo se vio en un vídeo propagandístico de sus ideas, lo que no añade ni un gota de humanidad a alguien incapaz de arrepentirse de sus crímenes.  Pensó que así inauguraba el gran espectáculo de oír durante semanas las arengas de este visionario. Noruega, sin embargo, ha decidido no emitir imágenes de televisión de Breivik y sus discursos. Ha dicho no a la banalización del mal.

martes, 10 de abril de 2012

Otro poema después de Auschwitz


No se recuerda cuándo fue la última vez que un poema
se publicaba en la primera página de un periódico



Asisto perplejo a las consecuencias que el poema de Günter Grass está ocasionando a la paz mundial. Para que digan que no se puede escribir poesía (y sobre todo mala poesía) después de Auschwitz.

Se me ocurren un par de cosas.

Lo más llamativo de todo este asunto es que GG escribe un poema en vez de un artículo, una conferencia o un discurso (géneros estos últimos que practica asiduamente).

El mismo mes en que estalla la guerra del 67 (5 de junio), GG escribe:
“Cada golpe contra nosotros es un golpe contra Israel. Porque Israel es vecino indirecto de Alemania; una vecindad basada en una implicación culpable. Nosotros somos los deudores; nuestro acreedor está amenazado…”.

El único reparo que pone a la victoria israelí ante la agresión árabe es precisamente la palabra “victoria”: “Ruego al gobierno israelí que quite a esta victoria el aguijón del triunfo para que un nuevo odio por parte árabe no impida el camino hacia una paz integral”.

Llega a proponer que la ayuda económica de la RFA a Israel se dedique a que “los campos de refugiados árabes que se mantienen artificialmente, y que son nidos de nuevas agresiones, en la franja de Gaza, en Jerusalén y en Siria, pueda ser disueltos de una vez”.

Concluye su discurso: “Dejando a un lado todas las ideologías que sólo conocen el blanco y el negro, es decir, como personas mayores de edad, tomamos partido por un país cuya libertad y cuya existencia estaban y están amenazas. Paz para Israel: Shalom”.

En marzo de 1967, meses antes de la guerra, GG  visita Israel y pronuncia un discurso en Tel Aviv y Jerusalén, en los que confiesa que con catorce años era miembro de las Juventudes Hitlerianas… y todo lo que ya conocemos de su pasado.

Pero a lo que vamos. ¿Qué le ha pasado a GG para que sienta comprensión por las cabezas nucleares iraníes?

A mí, las cabezas nucleares me importan menos que las cabezas pensantes.
George Steiner, que tanto sirve para un fregado como para un barrido, empieza un comentario a “Años de perro” de la siguiente manera: “Günter Grass es una industria”. Yo añadiría que es la industria del verdugo y la víctima. Pues bien, va Steiner y dice respecto a la relación del  nazi Marten y el judío Amsel: “Nos asalta la sospecha, cimentada por varios quilates de fineza histórica, de que el nazismo sacó del judaísmo el dogma de la raza escogida y de un nacionalismo milenario y  mesánico”. Esa lectura, nos recuerda Steiner, ya la hizo Hannah Arendt del sionismo.

Pero sigamos, pues es más adelante donde Steiner la clava sin encontrar hueso: “Un proceso de reconocimiento y exterminio tan elevado debe por fuerza haber implicado alguna misteriosa complicidad entre verdugos y víctimas. Pues todos los hombres matan al judío que aman”. Lo escribe en 1964 (en “Lenguaje y silencio”) y se está refiriendo a GG.

En 1990, GG escribe (en realidad es otro discurso: ¡Pero qué le pasa a este hombre con los discursos!), “Escribir después de Auschwitz”, tomado prestado de Adorno. “Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”, nos dice. Pues a lo mejor, no. A lo mejor ya sabemos por qué sucedió.

  “… Porque no puede justificarse históricamente con nada, porque no es asequible a ninguna confesión de culpa”. Y eso que GG había señalado la herida (en otro discurso en Tel Aviv de marzo de 1967) para luego meter el dedo. De sus compatriotas alemanes, dice: “Me gusta recoger el mal olor de sus sueños pequeñoburgueses; ya tengan un tinte socialista o cristiano, conservador o liberal. Provengo de esas circunstancias pequeñoburguesas y participo de ese olor”.

No todo es tan inefable, entonces. Lo innombrable: un buen refugio para nazis y cómplices.

Steiner de nuevo. Él lo había dicho unos cuantos años antes, pero con más claridad, pues no convenía envolver en oscuridad heidegeriana asesinatos tan zafios. De ese comportamiento del que nunca sabremos la razón última (según GG), dice Steiner que es la “chocarrera vulgaridad de la conducta de la clase media baja alemana”. Ya sabemos algo más.

Pero a lo que íbamos. ¿A qué viene la poesía?

En 1955, GG escribe “El autor dice de su poema”, un breve texto que desconozco el motivo por el que lo escribió. En él se pregunta: “¿Acaso no empieza el poema justo ahí donde no llega el dedo explicativo de la lógica?”. No creo que el conflicto abierto por las cabezas nucleares iraníes no pueda explicarse “lógicamente”.

En 1958, insiste en “Sobre la escritura de poemas”. Si  comparamos lo que dice con lo que ha escrito en “Lo que hay que decir” te puedes partir de risa: “En mis poemas, trato de liberar los objetos tangibles de toda ideología mediante un realismo exacerbado, de desmontarlos, recomponerlo y ponerlos en situaciones en las que cuesta trabajo salvar la cara, en las que lo solemne tiene que hacer reír, porque los que llevan el féretro a hombros ponen unas caras demasiado serias como para creer que están afectados”.

Y el poema "Lo que hay que decir", ¿se ha liberado de toda ideología?

Vamos a decirlo de una vez. El poema “Lo que hay que decir” es malo y sólo hace verdad aquello que dijo Adorno de que escribir poesía después de Auschwitz es una acto de barbarie (sé que lo que estoy diciendo es una “boutade”). Es malo, y al elegir ese género, es absurdo todo lo que dice.

Ahora bien, que  Israel (o la militancia proisraelí, especialmente la española, gente que ha encontrado su última trinchera en defender a un país que tiene leyes democráticas y derecho a la crítica para defenderse solo) tenga que esperar la ratificación de los neonazis para saber cuál es su raíz, me produce tristeza (yo mismo me doy pena).

Sólo me viene a la cabeza, una y otra vez, Saul Bellow. Advertía en un lejano 1975 (lejano por laico) que la llegada en masa de los judíos rusos acabaría convirtiendo  a Israel en un estado religioso en contra de su raíz democrática, que es su gran conquista y su mejor defensa. “Los judíos rusos pueden hacer una aportación decisiva al necesario sentimiento religioso”, concluye.

Y en estas nos encontramos: defendiendo a ultranacionalistas de escasa fe en la democracia, como el ministro Lieberman y ese otro populista que ha declarado persona no grata a GG. ¿Y qué decir de los franquistas que se han pasado a las filas del sionismo sin pedir permiso? 

Habla, Saul: “El nacionalismo integral equivale a una sola cosa: el poder de los muertos sobre los vivos”.


PD.
Respecto a los diecisete años con los que GG se alistó a las SS. He conocido a jóvenes de diecisiete años admiradores de Mao y la Revolución Cultural (de las humillaciones, las torturas y las muertes, no de su poesía), del régimen de los Jemeres Rojos, de las cárceles de Castro, del folclore terrorista vasco y de otras dictaduras exóticas, incluso la española, y luego han acabado siendo ministros de gobiernos conservadores, incluso socialdemócratas, que no sé qué es peor en el caso que nos ocupa.

sábado, 31 de marzo de 2012

Si no hay caridad, por qué le llaman solidaridad


"La balsa de la medusa", de Gericualt


Tiempo atrás, algunos decían que sobraba caridad y faltaba solidaridad. Que la caridad es una solución individual y culpable a un problema colectivo y político. Ahora parece que es al contrario: falta caridad y sobra solidaridad. Los náufragos muertos en el sur del Mediterráneo camino de Lampedusa se podrían haber salvado con un poco de caridad de algunos de los navíos de la OTAN que avistaron el barco cargado de libios que huían de su país, pero no lo socorrieron. No hubo caridad para enviarles agua y comida. Gericault pintó «La balsa de la Medusa» como protesta por un suceso que nos recuerda al de Lampedusa. En 1816 naufragó ante las costas de Senegal el «Medusa». Durante más de veinte días,  decenas de personas sobrevivieron en una balsa de madera, a pesar de que una fragata francesa les negó el auxilio, borrando toda esperanza de ayuda, compasión o caridad.  Aquel suceso fue un escándalo público y el propio Gericault tuvo que luchar contra la censura para exponer la pintura.  Hoy todavía nos preguntamos cómo fueron posibles los campos de concentración en el corazón de Europa: porque nadie veía pasar los trenes cargados de prisioneros.

lunes, 26 de marzo de 2012

Janelas Verdes' Dream




Antonio Tabucchi ha muerto, a los 68 años de edad, en Lisboa. Eligió la capital atlántica porque allí ha hecho su obra literaria, un mundo de personajes débiles, de vidas incompletas que dialogan con fantasmas, con las voces que pueblan nuestros sueños y las peores pesadillas políticas. Esa marginalidad, ese estar fuera del centro de las grandes decisiones, literarias y políticas, le otorgó, por contra, un poder especial: el de convertir a las personas normales, a los discretos seres vencidos, en dueños de sus vidas ínfimas por las que nadie daría un duro. Pero vidas sometidas a decisiones morales que ya las quisiera el más poderoso de los hombres.  
Antonio Tabucchi ha mimetizado tanto su mundo narrativo y sus personajes que se confundieron plenamente con él. No se sabe dónde empieza uno y dónde acaba otro. Ha hecho una literatura. Un mundo propio por el que se ha podido mover manejando unos códigos estéticos, éticos y políticos propios: levedad en la escritura, lealtad a las convicciones y antitotalitarismo y sus versiones horripilantes del poder corrupto que tantos disgustos le propoció su Italia natal en los últimos años.   
Hay hombres –la mayoría– que ocupan un lugar pequeño en la Historia, que desempeñan la gris tarea del oficinista, pero que un día son llamados a la acción para luchar contra una pequeña injusticia y acaban comportándose como héroes sin quererlo. Mientras que los héroes, los llamados a salvarnos, sólo hablan y cincelan con mentiras el pedestal donde instalar el gran relato de la Historia. El pequeño relato, el más decisivo, está en manos de esos seres de vida modesta encarnados por el periodista Pereira, aquel personaje que llegó a confundirse con su autor, que acabó siendo su propia sombra, modelo de comportamiento discreto pero de convicciones sólidas, tanto como su anodina –supuesta, claro– vida: redactando necrológicas en un periódico lisboeta, comedor inagotable de «omelettes» a las finas hierbas, pero que se opuso a la dictadura salazarista. 
Profesor de Literatura Portuguesa en la Universidad de Siena, traductor de Pessoa y uno de los máximos especialistas en su obra, Antonio Tabucchi recibió la nacionalidad portuguesa en 1994, después de escribir «Réquiem» en portugués. Ahora parece que tras su muerte, se ha escondido en algún heterónimo, como hiciera su querido Pessoa. Pero no es así. Un cáncer contra el que luchaba desde hacía años le venció. 
Nació en Vecchiano, cerca de Pisa, en 1943. Él decía que cuando vino al mundo los norteamericanos bombardeaban Pisa para sacar de allí al ejército alemán. Italia, también decía, inventó el fascismo en 1922, un desastre nacional cuyas lecciones no deberían olvidarse. De ahí que escribiera una decena de artículos (reunidos en el volumen «La oca al paso», que, como toda su obra en España, ha sido editada por Anagrama) sobre la situación política italiana bajo el mandato de Berlusconi. No estaba conforme con la Italia actual, pero tampoco con la Europa reguladora que mira por encima del hombro al sur como si fueran unos vividores incapaces de crear riqueza. No entendía que en su país no pudiera fumar –estaba en la causa del pitillo entre los labios– y en cambio hubiese en el Gobierno un partido declaradamente racista como la Liga Norte. 
Su literatura era breve, fragmentaria, aunque con una prosa clara y bien construida, siempre con un guiño metaliterario (sabía que la vida no se podía contar del todo), a mitad entre el relato y la novela. No fue, sin embargo, un novelista al uso: digamos que no se sentía cómodo creando ficciones ingeniosas. Prefería coger los retales desaprovechados que la vida le entregaba. En «Tristano muere» se planteó esa imposibilidad de contar la historia de un hombre como si fuera una novela. De hecho, la subtituló «una vida y no “novela”», anteponiendo el relato oral al escrito como prueba de la verdad de la voz. 
Su mundo evocativo era poderoso, atrapado por la «saudade» portuguesa y su poeta clave, Fernando Pessoa. De ahí que toda su obra, de «Réquiem. Una alucinación» (1992) a «La Dama de Porto Pim» esté envuelta por una elegante melancolía, como si fuera una marca cultural que se está perdiendo. «Nunca como ahora, Europa es la vieja Europa», escribió.  
La maleta literaria de Antonio Tabucchi era pequeña: sus autores de referencia eran Emily Dickson, Pirandello y Borges, al que leía constantemente. Poco más. Se sentía a gusto en su posición de «out sider», fuera de juego permanente en busca del pequeño relato. Como Pessoa cargaba con sus heterónimos, con sus otras vidas que agotó una a una dándoles voz, Tabucchi agotó también su literatura breve y comprometida.  De hecho, últimamente su presencia era más como activista que como escritor. Su último libro publicado en España ha sido «Viaje y otros viajes» y en él parecía decir adiós a un mundo que se desvanecía, que se le estaba escapando.



Jardín del Museo Janelas Verdes de Lisboa


No puedo acabar estas líneas sin mencionar al barman del Museo de Arte Antiguo de Lisboa, con el que Tabucchi tuvo un encuentro, según cuenta en "Réquiem". Después de una buen rato de conversación le invitó a su mejor cóctel, Janelas Verdes' Dream, lo que le facilitaría la digestión. Tres cuartos de vozka, zumo de limón y menta, lo que le daría el color verde necesario. Allí fui en mayo de 1994, pero no encontré al barman, aunque sí a un camarero de edad de jubilación que guardaba un gran parecido con Manel, aunque Tabucchi no lo describe. El restaurante era propiamente un self service de museo, correcto. Pero su jardín daba a los mercantes laboriosos del Tajo y los árboles se cimbreaban. 
Brindemos entonces por Tabucchi. Por aquel viaje. 

sábado, 11 de febrero de 2012

Piedad en la Primavera Árabe


Samuel Aranda, premio Word Press Photo


Samuel Aranda se acercó hasta que oyó el lamento de un hombre herido. Porque a veces hay que arrimarse para hacer una foto, hasta que la imagen tiemble de verdad. En las fotografías no se oye nada, son silenciosas, están envueltas en una lejanía extraña, como si fuera otro mundo. Como si no fuera nuestro mundo. El dolor ni siquiera es dolor. Pero aquella mañana del 15 de octubre de 2011, en la puerta de una mezquita de Saná, en Yemen, todo eran gritos, disparos, confusión. Todo fue rápido. Una mujer, vestida con un niqab negro y guantes blancos, casi preparados para que se manchen con unas gotas de sangre, coge entre sus brazos a un hombre herido –se cree que un familiar– y consuela su dolor con un gesto de amor tan profundo que parece darle la vida. O detener la muerte. A ella no podemos verle su expresión; él está perdido en el dolor o agoniza. Samuel Aranda dice que ella no gritaba, que no decía nada: sólo le daba consuelo. Con su abrazo ella estaba resistiendo: después de todo, el peso de la Primavera Árabe en Yemen lo llevan las mujeres, ocultas en un niqab. La escena duró apenas unos segundos hasta que evacuaron al joven. Quizá esté vivo, quizá no. Unos segundos y parece una eternidad. Cuando habla el corazón, el tiempo se detiene: en 1499, Miguel Ángel acaba  «La Piedad» y entregó a la humanidad la imagen del dolor de la madre y la quietud dormida del hijo muerto. Era tan verdadera que dudaron de que un joven de veinticuatro años esculpiera algo llamado a vivir por los siglos de los siglos. El gran Cartier-Bresson decía que eran necesarias tres condiciones para hacer una buena fotografía, o para hacer una fotografía que tuviese alma: ojo, cerebro y corazón.  Sabemos que Samuel Aranda hizo está foto, además, con compasión.