sábado, 21 de abril de 2012

La banalización de la locura


A estas alturas de la historia universal de la infamia, es absurdo debatir sobre si un hombre que ha asesinado a 77 jóvenes, uno a uno, está loco o cuerdo, si su acto –disparar durante una hora con un arma de asalto después de poner un coche bomba– es producto de la enajenación o de una racionalidad política implacable: liquidar a tu adversario político. Matar por fidelidad a una ideología no añade ni un ápice de razón a un acto de demencia. Sabemos por las grandes matanzas del siglo XX, del Holocausto nazi al  Gulag estalinista, que querer hacer realidad los sueños ideológicos por encima de la voluntad de los individuos produce monstruos  cuya capacidad de destrucción es ilimitada. Terrorismo y locura son la misma cosa, son las dos caras de una aberración política: la de los iluminados que creen ver enemigos emboscados en todos los rincones de la Tierra. La historia lo demuestra y el asesino de la isla de Utoya lo ha vuelto a demostrar. «Reconozco los hechos pero no la culpabilidad», ha dicho el primer día de juicio. Como siempre, como hicieron los más aplicados asesinos políticos, cumplía una misión por la que no debe arrepentirse porque el culpable es siempre la víctima.  Breivik lloró, pero lo hizo cuando él mismo se vio en un vídeo propagandístico de sus ideas, lo que no añade ni un gota de humanidad a alguien incapaz de arrepentirse de sus crímenes.  Pensó que así inauguraba el gran espectáculo de oír durante semanas las arengas de este visionario. Noruega, sin embargo, ha decidido no emitir imágenes de televisión de Breivik y sus discursos. Ha dicho no a la banalización del mal.

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