Norman Mailer no llegó a tiempo para contar qué pasó el 11-S
Norman Mailer murió en 2007. Poco antes había dicho que debería dejarse
pasar diez años por lo menos para escribir sobre los atentados del 11-S.
Escribir literariamente. O escribir como él hizo, por ejemplo, en “La canción
del verdugo” o en "Oswald. Un misterio americano". Nunca he entendido, dicho
sea de paso, por qué se le ha llamado a ese género “periodismo literario”. Pues
bien, Mailer hubiera dejado pasar un tiempo antes de hincarle el diente a una
historia marcada sobre todo por nuestra apreciación estética y solamente
estética. No es una ley que
Mailer haya aplicado a todos sus libros, o no de manera tan tajante. Por
ejemplo, los sucesos que narra en “Oswald” (el asesinato de JFK) transcurren en
1963 y el libro se publicó en 1995. En el caso de “La canción del verdugo”,
apenas dos años después de que Gary Gilmore
fuese ejecutado en 1977 en una cárcel de Utah, cumpliéndose así su
propio deseo, Mailer daba a la imprenta el libro.
Por lo tanto, en el caso del 11-S todo nos hace pensar que es diferente.
Mailer intuía o sabía que se trataba de un asunto mayor, que era el gran tema, y
estoy convencido que de haber vivido habría escrito sobre ello largo y
tendido.
No todo el mundo ha respetado la “ley Mailer” y no han podido dejar de
escribir, incluso de hacer alguna película prescindible, y no sabemos a qué
espera Peter Sellars para llevarlo a una
ópera en MET: Mozart, por supuesto. ¿Se imaginan? Por ejemplo: un bróker se queda dormido con
su amante tras una noche de fiesta y no acude a la oficina en la planta 72 de
la torre norte del WTC. Se salva, mientras ve caer los rascacielos, pero ella
lo abandona por otro hombre que quizá a esas horas ya habitaba entre los escombros… Como ven, a mí, sin ánimo de personalizar, también se me
ocurren, o son más fáciles las ocurrencias, cuando nos situamos en el plano
estético de la historia y, atraídos por las formas sublimes del mal, queremos meter una patita en el otro lado, pero con
precaución: cómo fue el último minuto en la vida de alguien, o cómo el azar
siempre salva, si juega a tu favor. Pero
¿y el otro plano? ¿Qué pasa con él? Quizá no ha llegado la hora, como ya nos
anunció Mailer.
Frédéric Bigdebeder no lo creyó así y en 2004 publicó “Windows on the
World”. Un padre lleva a desayunar a sus dos hijos al restaurante de una de las
torres, el Windows on the World, y desde allí viven el final de todo. El Final
de Todo. O del Todo. Hay algo de apocalipsis en toda esta puesta en escena, Incluso Bigdebeder
se permite, como buen publicista, ofrecer la visión que desde el avión tienen
del rascacielos antes de estrellarse. Muy audaz y juvenil. Martin Amis, por el contrario, recurre al
ensayo, pero la cabra tira al monte y rápidamente fabula con la posibilidad de
que Mohammed Atta se hubiese partido la crisma en la ducha la mañana del 11-S
antes de ir al trabajo. Mientras se rasura el vello del cuerpo cumpliendo las
normas de los mártires islamistas, el arrobo, la alegría o el maldito jabón
–siempre ese dato empírico anglosajón- acabó con Atta en el suelo, llorando de
dolor, desnudo y lleno de pelos y frustrando, de paso, el mayor atentado
terrorista de la historia. Todo sucede, como vemos, en el último instante, alterando
el devenir histórico por un fatal error, fascinados como siempre por esa extraña ceremonia del reo que toma su
última cena, incluso con delectación y capricho. Siempre contemplando el abismo
desde la distancia.
Se suele hablar de “la caída” de las Torres Gemelas para referirnos a un
atentado terrorista perpetrado por Al Qaida. La caída, como si fuera la caída
de Pablo de Tarso del caballo, una especie de predestinación, un castigo en
este caso Quizá Mailer hubiera ido más allá y no se hubiera quedado en ese
estado pre político y religioso y hubiese buscado los errores que permitieron
que ese atentando fuese posible en el “corazón” de EE UU, como por culpabilidad
se repite. Sin duda sería una historia menos elegante, pero alguien tiene que
hacer el trabajo sucio, también en literatura o en “periodismo literario”.
Lo que nos atrae es lo sublime, decíamos: la fascinación por el mal. Es la belleza de un
acto destructivo. Ver una y otra vez la caída de las torres, los aviones segar
como una cuchilla de fuego los rascacielos, esa limpieza cristalina de la
mañana -sobre todo ese sol lleno de inocencia- en la que es imposible imaginar a muerto alguno, como así ha sucedido,
porque no hubo muertos, y quizá podamos inaugurar una nueva medida, los “no
vivos”. Una escrupulosa unidad de medida de desaparecidos, que parece ser es lo
que las sociedades modernas y fácilmente traumatizables pueden soportar.
Claude Eartherly, el piloto de Hiroshima, fotografiado
por Richard Avedon
Tras la bomba de Hiroshima también se habló de una nueva unidad de medida:
“Megadeath”. Así lo cuenta Robert Jungk en la introducción a la correspondencia
entre Günther Anders y Claude Eartherly,
el piloto que lanzó la bomba sobre Hiroshima. Ambos se escribieron durante años y de esta manera pudo Eartherly soportar la terrible culpa de arrojar –aun por
el deber cumplido- la primera bomba atómica sobre una ciudad. Pero he ahí la
palabra clave: culpa. No creo que exista en ninguno de los que planificaron los
atentados del 11-S, 11-M y 6-J alguna deuda moral con las víctimas, que
simplemente han pagado por su infidelidad. Eartherly estuvo internado años en
hospitales militares, acabó con su matrimonio, intentó quitarse la vida en un
hotel de Nueva Orleans, más tarde lo hizo en Waco y, mientras algún compañero
de misión del Enola Gay, como el encargado del radar, vivía feliz porque solo
habían lanzado una “bomba algo más grande” (otro su director de una fábrica de chocolate), él se retorcía y cometía pequeños
delitos (atracos sin llevarse nada, talones sin fondo… ) para ser detenido y
confesar públicamente ante algún juez cuál era su culpa.
¿No tenía la vida de Claude Eartherly todos los puntos para ser llevada al
cine? Pues se intentó muy seriamente y recibió ofertas sustanciosas. “Solamente
tenemos una vida, y si las experiencias de la mía pueden contribuir al bien de
la humanidad, ése ha de ser su fin: no el dinero o la fama, pues yo debo a
todos una explicación”, le escribiría a Anders. El filósofo Günther Anders era
vienés, pero conocía bien Hollywood, cerca de cuyos estudios había vivido algunos años. Le recomienda que resista, incluso al
detalle de la metodología de la creación del guión: “El tema del script”. “Desde hace cuatro décadas, la
escritura de guiones cinematográficos es un trabajo rutinario realizado por
especialistas del equipo de producción; y hasta los escritores de fama que son
invitados a Hollywood para redactar guiones, se enfrentan siempre a la misma
situación: se les arrebata los borradores y a veces incluso el manuscrito ya
concluido, éste se pone a disposición de los especialistas, que lo transforman
hasta tal punto que el producto final ya no tiene nada que ver con el
manuscrito original. Tenga esto presente si gente del cine le solicita que
escriba la historia de su vida…”. Pero Eartherly nunca vendió su vida al cine,
aunque le dedicaron alguna canción y el Enola Gay dio nombre a un grupo pop.
Ahí está siempre el Pop dispuesto a recoger las sobras.
Nos podemos conformar con pasar del Gran Hongo a la Gran Caída, de aquella
luz nunca vista hasta entonces, de aquella ascensión desde la nada al derrumbe
silencioso. Terry Eaglenton nos agua la fiesta cuando dice que en esa violencia
indiscriminada “un tipo de absoluto pervive en un mundo tan alarmantemente
provisional como éste”, que como se propone Raskolnikov en “Crimen y castigo”
de Dostoievski, “los actos absolutos son posibles incluso en un mundo de
relativismo moral, antros de comida rápida y programas de telerrealidad”. Así
que podríamos deleitarnos en cuan sublime es la caída de Torres Gemelas, pero
alguien deberá contar la historia de cómo fue posible. Algo tan sencillo, o
quizá no tanto.
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