Llego a las páginas de necrológicas de «El País» (19 de agosto) y mis ojos van directamente hacia una fotografía, como si la estuviese buscando: se trata del profesor Ramón Valls. Qué poco cambiamos, o qué lentamente. O no: no cambiamos. Fui alumno suyo en la Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Barcelona. Me matriculé en dos de sus cursos: «Introducción a la lectura de Hegel» e «Introducción a la lectura de Nietzsche». Creo que fue en el curso 79-80. En esa foto, que ilustra un texto de Jordi Llovet, aparece con gafas; ahora tengo otra delante, la de la contraportada de su libro «La dialéctica», pero aquí está sin ellas, aunque con la misma mirada retadora, o quizá preguntándonos algo: en eso, las dos imágenes son idénticas. En clase, creo recordar, sí que usaba gafas. Se ponía de pie, en el borde de la tarima (evitemos decir abismo), y nos leía hasta que se detenía inquiriéndonos si habíamos entendido algo. En el curso sobre Hegel, la lectura consistió en el Prólogo y la Introducción de la «Fenomenología del espíritu» (¡qué nos pensábamos, jóvenes soberbios!), además de algún capítulo opcional, y que en mi caso fue –por lo que veo: tengo el libro abierto delante de mí- el que trata de la dialéctica del amo y el esclavo. Me llama la atención las anotaciones, los subrayados, las huellas de los dedos pasando un día y otro por la mismas páginas, encallados en una palabra, que marcábamos con un círculo, como un pez capturado en una infantil pecera, o las correcciones que el propio profesor Valls hacia a la traducción de Wenceslao Roces. De todos los subrayados, quiero reproducir el siguiente (se abre con una anotación, seguro que inducida por nuestro profesor: «Revolución Francesa»): «…los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina». Y, uno, ingenuamente, quiere interpretar estas palabras como una llamada del presente, como si estuviesen esperando treinta años escondidas en estas páginas hasta que he vuelto a encontrarlas. Conmovedor, ¿no? Mera ilusión.
En el curso sobre Nietzsche, por lo que veo, la cosa fue diferente. Digamos que estábamos abducidos por el solitario de Sils-María y atendíamos sus palabras en silencio, sin apenas subrayados, sin entender nada o creyendo que en sus aforismos se escondía la verdad del enigma. Pero veo especialmente emborronado el Prólogo y el capítulo «De la visión y el enigma» de «Así habló Zaratrusta» (tercera parte dedicada al Eterno Retorno). Transcribo estas líneas que entonces me llamaron la atención: «Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo lo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros». Así habló Zaratrusta.
Cita Llovet en su obituario «La dialéctica», y me alegro porque es un libro divulgativo (editado por Montesinos en la Biblioteca de Divulgación Temática), pequeño, con una voluntad de hacerse entendible sin dejar nada en el tintero. Envidiable. No es un caso aislado: ahí está «La Filosofía, hoy» (Salvat), de Emilio Lledó, cuyo nombre ni aparece en la portada, y que incluye una entrevista con Habermas (¡de 1973!), o «Logos», de José María Valverde, libro de texto de Filosofía de sexto de bachillerato. Esa es la obra de los grandes maestros.
No quisiera enviar esta nota sin recordar que fue Ramón Valls quien, desde la tribuna que juzgaba la tesis doctoral de Eugenio Trías, le recriminó vehementemente que no hubiese presentado el «aparato bibliográfico». Un detalle nada desdeñable en los estudios universitarios, tratándose además de Hegel. El propio Llovet recuerda en su necrológica que el nombre de Valls «se inscribe en la gran tradición de los estudios hegelianos en España y Europa». Aquella tarde, el Aula Magna de la Central (en Pedralbes) estaba a rebosar, y allí nos presentamos sus alumnos, pero sobre todo para oír a Trías, que ya entonces era una “estrella”, alguien al margen de la academia, a la que despreciaba y a la que osaba volver sin cumplir con la tediosa y humilde tarea de citar los libros consultados, como si él mismo fuera la navaja que cortara con la tradición. Mientras que Valls actuaba como un fiscal insidioso dispuesto a aguar la fiesta al «enfant terrible», al que exigió honestidad y continuidad en el pensamiento, hegeliano en este caso. La tesis de Trías se titulaba «El lenguaje del perdón. Un ensayo sobre Hegel», y así se editó en Anagrama. La tesis de Ramón Valls se titulaba «Del yo al nosotros» y circulaba entre sus alumnos fotocopiada. Algún día la encontraré.
Quizá aquel acto, pasado el tiempo -y si la memoria no me ha traicionado-, pudiese ser la puesta de largo del pensamiento postmoderno en España, pero sobre todo en Barcelona, presta a las ruputuras aunque suponga un retroceso, pues no olvidemos que Trías, junto a Rubert de Ventós, al mismo Llovet, Ramoneda, Subirós y Gerard Vilar, entre otros, habían puesto en marcha el Col.legi de Filosofia en 1976, institución afecta al pensamiento estético y que devino en centro de producción de ideas de lo que sería la Barcelona futura que eclosionó en 1992, vanguardia cultural que, como tantas veces, acabó institucionalizada como la caduca universidad de la que rehuían, aunque luego volviesen (lo hizo Rubert de Ventó cuando Valverde se jubiló tras su vuelta y lo hizo Trías, aunque a la privada). Ellos, por el contrario, preferían el refugio de la Escuela de Arquitectura. Recuerdo que en los pasillos de la facultad se decía que el Col.legi de Filosofía era una escuela para damas burguesas, «en las faldas del Tibidabo» (no seamos perversos: la escuela de diseño Eina, situada en la montaña, fue su sede inicial), cenáculo de pensadores que acabaron de funcionarios de la «Cataluña ciudad».
En el curso sobre Nietzsche, por lo que veo, la cosa fue diferente. Digamos que estábamos abducidos por el solitario de Sils-María y atendíamos sus palabras en silencio, sin apenas subrayados, sin entender nada o creyendo que en sus aforismos se escondía la verdad del enigma. Pero veo especialmente emborronado el Prólogo y el capítulo «De la visión y el enigma» de «Así habló Zaratrusta» (tercera parte dedicada al Eterno Retorno). Transcribo estas líneas que entonces me llamaron la atención: «Tienen algo de lo que están orgullosos. ¿Cómo lo llaman a eso que los llena de orgullo? Cultura lo llaman, es lo que los distingue de los cabreros». Así habló Zaratrusta.
Cita Llovet en su obituario «La dialéctica», y me alegro porque es un libro divulgativo (editado por Montesinos en la Biblioteca de Divulgación Temática), pequeño, con una voluntad de hacerse entendible sin dejar nada en el tintero. Envidiable. No es un caso aislado: ahí está «La Filosofía, hoy» (Salvat), de Emilio Lledó, cuyo nombre ni aparece en la portada, y que incluye una entrevista con Habermas (¡de 1973!), o «Logos», de José María Valverde, libro de texto de Filosofía de sexto de bachillerato. Esa es la obra de los grandes maestros.
No quisiera enviar esta nota sin recordar que fue Ramón Valls quien, desde la tribuna que juzgaba la tesis doctoral de Eugenio Trías, le recriminó vehementemente que no hubiese presentado el «aparato bibliográfico». Un detalle nada desdeñable en los estudios universitarios, tratándose además de Hegel. El propio Llovet recuerda en su necrológica que el nombre de Valls «se inscribe en la gran tradición de los estudios hegelianos en España y Europa». Aquella tarde, el Aula Magna de la Central (en Pedralbes) estaba a rebosar, y allí nos presentamos sus alumnos, pero sobre todo para oír a Trías, que ya entonces era una “estrella”, alguien al margen de la academia, a la que despreciaba y a la que osaba volver sin cumplir con la tediosa y humilde tarea de citar los libros consultados, como si él mismo fuera la navaja que cortara con la tradición. Mientras que Valls actuaba como un fiscal insidioso dispuesto a aguar la fiesta al «enfant terrible», al que exigió honestidad y continuidad en el pensamiento, hegeliano en este caso. La tesis de Trías se titulaba «El lenguaje del perdón. Un ensayo sobre Hegel», y así se editó en Anagrama. La tesis de Ramón Valls se titulaba «Del yo al nosotros» y circulaba entre sus alumnos fotocopiada. Algún día la encontraré.
Quizá aquel acto, pasado el tiempo -y si la memoria no me ha traicionado-, pudiese ser la puesta de largo del pensamiento postmoderno en España, pero sobre todo en Barcelona, presta a las ruputuras aunque suponga un retroceso, pues no olvidemos que Trías, junto a Rubert de Ventós, al mismo Llovet, Ramoneda, Subirós y Gerard Vilar, entre otros, habían puesto en marcha el Col.legi de Filosofia en 1976, institución afecta al pensamiento estético y que devino en centro de producción de ideas de lo que sería la Barcelona futura que eclosionó en 1992, vanguardia cultural que, como tantas veces, acabó institucionalizada como la caduca universidad de la que rehuían, aunque luego volviesen (lo hizo Rubert de Ventó cuando Valverde se jubiló tras su vuelta y lo hizo Trías, aunque a la privada). Ellos, por el contrario, preferían el refugio de la Escuela de Arquitectura. Recuerdo que en los pasillos de la facultad se decía que el Col.legi de Filosofía era una escuela para damas burguesas, «en las faldas del Tibidabo» (no seamos perversos: la escuela de diseño Eina, situada en la montaña, fue su sede inicial), cenáculo de pensadores que acabaron de funcionarios de la «Cataluña ciudad».
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