Albert Speer en los años 70 |
¿Cómo es
posible que Albert Speer, habiendo sido una de las personas más cercanas a
Hitler, incluso más que colaborador, amigo, interlocutor en temas de
arquitectura y arte y responsable de la política armamentística del Reich,
saliera vivo de aquel gran hundimiento? Él, desde luego, tan poco lo supo. “También
él quería “salvarse”, pero jamás supo por qué”, escribe Joachim Fest, el gran
historiador del nazismo, que mantuvo con Speer largas conversaciones a lo largo
de quince años y colaboró en la redacción de sus “Memorias” y en los “Diarios
de Spandau”.
Ahora, que con
tanta insistencia, se habla de “construir un relato” sobre la derrota de ETA o
sobre su victoria (de eso trataría dicha narración), el caso de Speer, intuyo,
es un buen ejemplo. Observen que Albert Speer se salvó de la horca, pero nunca
pidió perdón, muy al contrario. Pero no es del todo cierto. En el prólogo a sus
memorias, cuenta Speer que durante el proceso de Nuremberg en el que fue
juzgado hubo un documento que le marcó. “Jamás se me borrará de la mente un
documento –escribe en enero de 1969, ya en libertad- que mostraba a una familia
judía caminando hacia la muerte: un hombre estaba a punto de morir con su mujer
y sus hijos. Aún hoy tengo esta imagen ante los ojos”.
Haber
reconocido su responsabilidad, con el único objetivo de “desculpabilizar al
pueblo alemán”, pudo estar en la base de que no fuese condenado a la pena de
muerte en el Proceso de Nuremberg, a diferencia de otros jerarcas del régimen
nazi. Él esperaba morir, le confesó a Fest, sobre todo después de la proyección
durante el juicio de la película aportada por el ejército norteamericano sobre
los campos de concentración. ¿Por qué se defendió, entonces, con tanta
convicción argumentando sobre el predominio de la técnica frente a la voluntad
del hombre? Speer reconoció que lo hizo por “motivos deportivos”. Esa frialdad
no era desconocida por Fest: cuando lo vio por primera vez en 1967, poco
después de cumplir veinte años de condena en Spandau, su retrato era el de una
“persona culta y con una carencia total de emociones”: “Desconcierta la
frialdad mecánica en todo lo que dice sobre el pasado”. Su falta de gratitud
por no haber acabado en la horca, sólo tiene una explicación para Fest: “No
quería tanto salvar su vida como, simplemente, no perder”.
Si con alguien Hitler se mostró indulgente y
tolerante fue con el joven arquitecto Albert Speer (Mannheim, 1905), al que
nombró asistente de Paul Ludwig Troost, el arquitecto predilecto del “führer”,
encargado de construir la nueva Cancillería, el edificio que debería
representar el inmenso poder del nuevo régimen. En sus “Memorias”, relata una
de las confidencias de las que Hitler le hacía partícipe: “Tengo dos
posibilidades: conseguir mis objetivos o fracasar. Si logro salir adelante, me
convertiré en uno de los grandes de la Historia; si fracaso, seré condenado,
despreciado y maldecido”. Y así fue, la muerte repentina de Troost situó a un
Speer de 28 años al frente de la planificación arquitectónica y urbanística de
un régimen cuyo estilo no debería ser el más “adecuado para una empresa
jabonera”, según Hitler: “Dentro de poco tendré que celebrar reuniones importantísimas,
y para eso necesito grandes vestíbulos y salones que me permitan impresionar
sobre todo a los pequeños potentados”.
Hitler participó activamente en los trabajos
de Speer y juntos definieron lo que debería ser la obra magna del Reich,
“Germania, capital del mundo”, la gran reforma urbanística que haría de Berlín
la capital del planeta. Proyecto que, como todo lo construido por Speer, acabó
en escombros, quizá siguiendo los siniestros designios de Hitler y su
admiración, según confesó el arquitecto a Fest, por los “héroes fracasados”: el
Holandés Errante y el Siegfrid de las óperas de Wagner. Y fascinación por las
ruinas, de manera que cada ciudad destruida “era como una nave quemada”, le
confesó Hitler: “Reconstruiremos las ciudades más bellas de lo que fueron
jamás”.
Explica Fest
que todas las dudas que podían asaltar a Speer sobre Hitler y su afán de poner
el mundo a sus pies, quedaban aplacadas cuando le oía hablar de arquitectura y,
sobre todo, cuando el propio “fürher” dibujaba sin parar bocetos de las obras
que a continuación entregaba a sus colaboradores técnicos para que le dieran
una concreción: bocetos de edificios oficiales, reformas urbanísticas y muchos
búnkeres. Speer tampoco comprendía que Hitler fuera tratado como un demonio,
cuando con él era una persona afable, tolerante, con el que podía discutir
apasionadamente de los proyectos. “Esa imagen la han propagado precisamente
aquellas personas que, hablando en plata, se cagaron en los pantalones, con el
fin de ocultar su propia cobardía”, dice el arquitecto. Y habría que haber
visto a aquella encantadora persona tratando con actores, cantantes y estrellas
de cine.
La demencia de
Hitler es aún mayor cuando, además de querer conquistar el mundo y desarrollar
una inmensa industria de la muerte, pretendiera pasar a la historia como un
“patrón de las artes antes que como estratega militar”. Sus referentes, cuenta
Speer, eran la Atenas de Pericles y la Florencia de Lorenzo de Médici, y llegó
a comparar a las autopistas alemanas con el Partenón. A Hitler le preocupaba no
estar a la altura de las discusiones sobre arte, una de las cuestiones que más
podían minar su autoestima. Speer, dice, se dio cuenta de que Hitler se
preparaba los temas, leía y estudiaba para poder estar a la altura en las conversaciones.
Conocía bien la historia del arte del siglo XIX, pero su diagnóstico sobre la
Bauhaus, por ejemplo, no se apartaría en nada del mismo desprecio con el que
trató al “arte degenerado”: sus edificios los definió como “gallineros
acristalados” en los que la gente nunca querrá vivir.
La
grandilocuencia y desproporción de las estética que quiso imponer el Reich
quedó plasmada en la Gran Nave diseñada por Speer y que debería alzarse junto a
la Puerta de Brandemburgo, una nimiedad casi imperceptible frente a un edificio
que debía albergar 180.000 personas, con una altura de 290 metros y una cúpula
de 250 metros de diámetro, una construcción monstruosa que sufría de cefalitis.
En la primavera de 1939, Speer realizó un viaje por Italia junto a su mujer
(sus cuatro hijos se quedaron con su madre, que fue diariamente agasajada por
Hitler, que desplegó con ella todo su “encanto vienés”) y fue al visitar San
Pedro, en Roma, cuando comprobó que no dejaba de ser una arquitectura “íntima”
comparado con sus proyectos para Berlín y Nuremberg. Tuvo que recurrir a la
cineasta del régimen, Leni Riefenstahl, para que ésta le explicase que la
fotografía agrandaba las distancias.
Los bocetos de Hitler, sin embargo, no
ocultaban sus intenciones. Además de la Gran Nave, debía construirse también la
Biblioteca Estatal, proyecto que luego se aparcó. En boceto del propio Hitler,
las personas que aparecen a pie de edificio, apenas una macha borrosa, tienen
un tercio de milímetro de altura, lo que supondría, según cálculos de Speer,
que debería tener 70 metros de longitud por 460 metros de altura (el Empire
State de Nueva York mide 443 metros, incluida la antena). Una de las
confesiones más paradójicas de Speer se refiere al impacto que causó en Stalin
su pabellón alemán para la Exposición Universal de París de 1937, un edificio
que, según el dirigente comunista, había hecho sombra al pabellón soviético. En
1940, Stalin buscó a un mediador para que consultase a Hitler si permitiría el
viaje de Speer a Moscú. La respuesta del “führer” fue que Stalin lo metería en
un “agujero para ratas” y que no le dejaría salir hasta que no hubiera
construido la nueva Moscú.
Speer, a la izquierda, visita París junto a Hitler el 23 de junio de 1940 |
Albert Speer
murió el 1 de septiembre de 1981en un hospital de Londres, precisamente, en el
transcurso de un viaje a Inglaterra. Se habrá podido llevar a la tumba muchos
secretos, pero sin duda ha sido el más alto responsable del régimen nazi que
más ha detallado la historia de uno de los capítulos más negros de la
humanidad. Se le recordará en la película “El hundimiento” –basada en un libro
de los últimos días de Hitler de Joachim Fest.- visitando el búnker donde se
encontraba el “führer” para despedirse de él. Se opuso a la política de “tierra
quemada” impuesta por el dictador y llegó a sabotear infraestructura del
régimen. En las conversaciones con Fest, hay un punto especialmente tenso.
Cuando insinúa que podría existir “una relación homoerótica activa o incluso
una relación homosexual encubierta”. No aceptó en un ningún momento el término
“erótico”, aunque sí que a él no sólo le movían inclinaciones “objetivas” para
seguir a Hitler.
Tras el
anuncio de ETA de que deja las armas, algunos opinan que no es perdón lo que
deben pedir los terroristas, sino cumplir sus condenas. Es cierto, pero no lo
es menos que hay una responsabilidad superior a la que deben dar cuenta. Speer
dice que la condena de veinte años que cumplió fue “poco adecuada para medir la
responsabilidad histórica”. “Aquella fotografía, en cambio, –la de la familia
que es conducida a la cámara de gas- despojó mi vida de toda sustancia.
Sobrevivió a la sentencia”.
ETA deberá escribir su relato. Pues que lo escriba.
Ya veremos.
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