sábado, 1 de octubre de 2011

Camus en el descampado



Camus, con gorra, jugaba de portero, a pesar de su estatura


Es inevitable preguntarse, o al menos lo es para mí, qué pensaría de la multiculturalidad, de la revuelta de los suburbios franceses, de la "primavera árabe", de un mundo que asiste perplejo a la ascensión de un enemigo planetario que no son sino sus viejos amigos de Bab el-Ued con los que jugaba al fútbol (fue portero, el más bajito de todos, y en alguna fotografía aparece con una gorrilla formando con su equipo en un paraje con un sol sin sombras). Fue pobre pero no proletarizó su escritura, es decir, no la hizo sumisa, sino pendenciera y brillante. A los intelectuales de la “rive gauche” ya les dijo Camus que ellos conocían el hambre por los libros, mientras él sabía qué era ponerse el sol con el estómago vacío. Camus fue un “pied noir” y eso, para los del Café Deux Magots era la clave de todo: la razón de la tierra irracional se antepone frente al itinerario estalinista de la redacción de “Les Temps Modernes” (Sartre y los “resistentes de la Côte d’Azur”), que le menospreciaron por “chapucero filosófico”. Pero al final, tuvo que admitir, siempre celoso de su atractivo, que era mejor equivocarse con Camus que tener razón con Sartre.

Argelia es el gran tema de Albert Camus. Durante treinta años –de los escasos 46 que vivió- aparece en sus escritos como la cuestión que empapa su imaginación en novelas e inspira ensayos en busca del descrédito de la razón histórica frente a la verdad de la tierra que pisan los hombres. En esa tierra polvorienta está su única patria, donde proyectaba construir una  nueva Francia árabe y democrática. Qué utópico suena hoy hablar de democracia en el Norte de África y, por el contrario, con cuanta clarividencia predijo el nefasto futuro del totalitarismo que se asentó, primero desde el FLN, y más tarde desde un funesto fundamentalismo  construida a base de matanzas. Es en el tema de Argelia donde Camus se erige en el gran solitario de los intelectuales franceses al defender lo que nadie quiso ver, que “una Argelia constituida por poblaciones federadas y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible con respecto a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio del islam que no conseguiría con respecto a los pueblos árabes más que una suma de miserias y de sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés de Argelia de su patria natural”. Escrito en 1958 como prólogo a las “Crónicas argelinas (1939-1958)” (reunidas en Alianza Editorial) explica por qué su soledad en un país donde izquierda y derecha se repartieron escrupulosamente sus papeles, unos cultivando el “reflejo moral”, los otros el “reflejo patriótico”.

Nació en Mondovi (hoy Drean), al este de Argel. Su padre fue un colono procedente de Alsacia que murió en la batalla del Marne cuando él sólo tenía tres años; su madre, una silenciosa española de Menorca, Catherine Sinntés, vivió y murió en Argelia mientras el hijo se hacía un escritor de éxito en París. Su célebre frase “entre la justicia y mi madre, yo escogería siempre a mi madre”, un manifiesto que todavía se escudriña para descubrir dónde está la raíz de la rebeldía de Camus, ni siquiera fue escrita, tiene algo de apócrifa, pero sigue temblando: lo dijo en Estocolmo en los días del Nobel, cuando a la enésima pregunta sobre ¿qué opinión tiene usted del colonialismo francés?, harto, dio el titular de su vida. Esto sí, cuando llegó a los oídos de los que tanto habían criticado su ensayo “El hombre rebelde” (1951), cerraron el círculo condenatorio que decía: “Su moral se ha convertido primero en moralismo, hoy no es más que literatura, mañana será quizás inmoralidad”, escribió Francis Jeanson por encargo de Sartre.

Para muchos, Camus no dejó de ser el “pied noir” que jugaba a fútbol en los descampados de Argel. Cuando en 1939 (tenía 26 años) escribió “Miseria de la Cabilia”, una serie de reportajes a raíz de la hambruna que sufrió esa zona superpoblada de Argelia, y que publicó en “Alger republicain”, el efecto fue devastador. De inmediato, el diario fue cerrado y él tuvo que instalarse en París. En estos artículos, sin una gota de sentimentalismo, adelanta lo que sería su manera de percibir la política: “Siempre se han hecho progresos cada vez que un problema político se sustituye por un problema humano”.

No dudó Camus en definir como terrorismo los asesinatos indiscriminados del FLN ni en denunciar las torturas del ejército francés. En los artículos de “Combat” publicados en 1945 anticipa la posición que enervó a sus adversarios, y de manera especial a Sartre, con “El hombre rebelde”, que en el crimen político, no importa la causa, está la raíz misma del totalitarismo. No tuvo miedo a denunciar, en plena Guerra Fría, la indulgencia con que la izquierda internacional trató el colonialismo soviético. La posición que mantuvo Camus cuando se planteó la posibilidad de la independencia y ya no valía argumentar que en Argelia vivían 1.200.000 franceses o que había árabes, como los del diario “Égalité”, que citaban a Pascal y proclamaban que “cambiamos cien señores feudales de todas las razas por cien mil maestros y técnicos franceses” era el “reconocimiento de una nación argelina unida a Francia mediante los lazos del federalismo”.  Quizá, tal y como han ido las cosas, tenga un aire utópico, pero Camus, cuando la guerra había puesto sobre la mesa un proceso de descolonización sangriento administrado, según escribió, entre “paralíticos” y “epilépticos” y sólo le quedaba una última propuesta de “tregua civil” para salvar vidas, aún tuvo fuerzas para escribir que nunca hubo nación argelina y que los franceses de Argelia también son indígenas.









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