A Telendos, el trozo de tierra más pequeña en el que nunca había puesto los pies, se llega desde Mirties, un pueblo en la costa oriental de Kalymnos, una de las muchas islas que están frente a las costas turcas. Un barco cruza cada dos horas a una decena de personas, algunos sacos con verduras, cajas con otros alimentos y recados que se hacen de uno y otro lado. El barco había empezado a recoger las amarras cuando vimos que una mujer mayor, vestida de negro, gruesa, con un bastón en una mano y un bolso en la otra, se acercaba lentamente, balanceándose como un pesado péndulo que marca un tiempo antiguo. El patrón, que la vio y que la conocía, esperó siguiendo una ley no escrita, supongo: sin ella, el barco no podía zarpar.
Casi con un pie en la cubierta, se levantó precipitadamente un viajero, alto, corpulento, rubio, de facciones infantiles y cómicas, y le ofreció su mano, que ella aceptó y agradeció. En la travesía sólo se oía el suave murmullo del agua romper en la vieja embarcación. El sol y la brisa eran apenas un soplido templado. La cara del hombre que había ayudado a la mujer me resultaba familiar. Decidí que era un actor, seguro, lo había visto en alguna película, un actor secundario de esos que has visto en decenas de películas pero de la que no dirías el nombre de ninguna de ella y, ni mucho menos, cual era el suyo. Además, bromeó desde los asientos de estribor con mis hijas, sentadas en babor. Eran “gangs” clásicos, como meterse el sombrero hasta las cejas y luego simular que no podía sacárselo, o hacer que se caía al agua. Incluso tirar a su mujer por la borda o que él huía a tierra en el último momento. Ella, su mujer, estaba sentada a su lado y digamos que era la antítesis de él. Delgada, con unas gafas oscuras, muy blanca de piel, parecía ajena a todo y, por supuesto, no prestaba atención a las bromas de su compañero, que seguro las conocía de sobras. Sólo a final del trayecto, a punto de atracar, le indicó con la cabeza las bolsas de la compra que tenían a sus pies. Ella se levantó y fue de las primeras en bajar, él se quedó rezagado, seguro que bromeando con alguien –aunque no lo puedo asegurar-, y en ese momento oí un golpe terrible y un lamento animal: ella se había caído al poner el pie en el muelle. Entre todos, como suele ocurrir en esos casos, intentamos inútilmente calmar su dolor.
Cuando ella pareció más tranquila y se alejaba del brazo de su compañero, bajó del barco aquella mujer mayor vestida de negro con su paso lento y seguro. Podría parecer que acabábamos de asistir a la representación de un tragedia; después de todo estábamos pasando las vacaciones en Grecia y bromeábamos con estar sometidos a unas leyes antiquísimas donde todo era “mitológico”, incluso pedir una cerveza en una taberna.
Telendos era una aldea de unas decenas de casas con un puerto y una playa a los pies de “sus” reglamentarias ruinas y de un paseo empedrado y protegido del sol por unos árboles de los que todavía no sé el nombre. En aquella playa pasamos el día sin hacer demasiado esfuerzo: bañarnos discretamente, comer un bocadillo, leer un libro, dibujar. De repente, descubrí a la mujer que se había caído en el muelle sentada en el agua a unos metros de la orilla: parecía que calmándose el dolor en un mar milagroso. A su lado, su compañero estaba de pie, con el agua hasta los muslos, dos verdaderas columnas dóricas de terciopelo amarillo. Incluso una mujer le ofreció una infusión que ella se tomó sin levantarse del agua. Así la dibujé en mi libreta –en esas vacaciones me dediqué a dibujar: creo que la mano, aunque sea mi torpe mano, es más fiel que la cámara fotográfica-, sentada como una niña, con la cabeza inclinada, reducida a un trocito de carne blanca con un bañador negro mostrando la debilidad de su cuerpo. Luego escribí debajo: “Sentada en el agua cura sus heridas después de caerse al bajar del barco que nos llevó de Kalymnos a Telendos. Él, alto, gordo y rubio, me recordaba a un actor. En el barco hizo algunas bromas, como huir de su mujer. Al final, ella cayó y sufrió su dolor durante todo el día. Ahí la vemos en el mar como una diosa batida”.
A Joaquina le hizo gracia el dibujo pero no estuvo de acuerdo con la composición de lugar que me hice, plagada de un idealismo insensato, puro optimismo pueril. En primer lugar, no eran norteamericanos como yo creía. Quizá él podría ser un actor, si a mí me lo recordaba, pero ella, era evidente, estaba bastante harta de sus bromas y quizá por eso se cayó. Y en ningún caso él le ayudó en su dolor, porque estar junto a ella mojándose las piernas no quería decir que le aliviase su sufrimiento. Ahí quedó todo. Nos despedimos de Telendos cayendo el sol.
Un domingo, comiendo los cuatro, recordé aquella isla como uno de los lugares más bellos que había conocido y bromeé sobre que si una noche no llegaba del trabajo me encontrarían viviendo en una habitación alquilada en el trozo de tierra más pequeña que nunca había pisado. Y recordamos el suceso de la mujer que se cayó en el muelle y a su compañero, el actor gordo y rubio. O a quien yo suponía un actor. Si en algo estaba de acuerdo Joaquina es en que él podía ser un actor: aquel gesto tan llamativo, porque se levantó de un salto que casi hizo escorar la barca, de ir a ofrecerle la mano a aquella mujer de la isla, no sé si de Kalymnos o de Telendos, o quizá vecina de otra más lejana, acostumbrada a que el barco le esperase si la veían llegar cargada por el muelle, o a hacer una travesía con mala mar sin inmutarse, fue algo histriónico.
Casi con un pie en la cubierta, se levantó precipitadamente un viajero, alto, corpulento, rubio, de facciones infantiles y cómicas, y le ofreció su mano, que ella aceptó y agradeció. En la travesía sólo se oía el suave murmullo del agua romper en la vieja embarcación. El sol y la brisa eran apenas un soplido templado. La cara del hombre que había ayudado a la mujer me resultaba familiar. Decidí que era un actor, seguro, lo había visto en alguna película, un actor secundario de esos que has visto en decenas de películas pero de la que no dirías el nombre de ninguna de ella y, ni mucho menos, cual era el suyo. Además, bromeó desde los asientos de estribor con mis hijas, sentadas en babor. Eran “gangs” clásicos, como meterse el sombrero hasta las cejas y luego simular que no podía sacárselo, o hacer que se caía al agua. Incluso tirar a su mujer por la borda o que él huía a tierra en el último momento. Ella, su mujer, estaba sentada a su lado y digamos que era la antítesis de él. Delgada, con unas gafas oscuras, muy blanca de piel, parecía ajena a todo y, por supuesto, no prestaba atención a las bromas de su compañero, que seguro las conocía de sobras. Sólo a final del trayecto, a punto de atracar, le indicó con la cabeza las bolsas de la compra que tenían a sus pies. Ella se levantó y fue de las primeras en bajar, él se quedó rezagado, seguro que bromeando con alguien –aunque no lo puedo asegurar-, y en ese momento oí un golpe terrible y un lamento animal: ella se había caído al poner el pie en el muelle. Entre todos, como suele ocurrir en esos casos, intentamos inútilmente calmar su dolor.
Cuando ella pareció más tranquila y se alejaba del brazo de su compañero, bajó del barco aquella mujer mayor vestida de negro con su paso lento y seguro. Podría parecer que acabábamos de asistir a la representación de un tragedia; después de todo estábamos pasando las vacaciones en Grecia y bromeábamos con estar sometidos a unas leyes antiquísimas donde todo era “mitológico”, incluso pedir una cerveza en una taberna.
Telendos era una aldea de unas decenas de casas con un puerto y una playa a los pies de “sus” reglamentarias ruinas y de un paseo empedrado y protegido del sol por unos árboles de los que todavía no sé el nombre. En aquella playa pasamos el día sin hacer demasiado esfuerzo: bañarnos discretamente, comer un bocadillo, leer un libro, dibujar. De repente, descubrí a la mujer que se había caído en el muelle sentada en el agua a unos metros de la orilla: parecía que calmándose el dolor en un mar milagroso. A su lado, su compañero estaba de pie, con el agua hasta los muslos, dos verdaderas columnas dóricas de terciopelo amarillo. Incluso una mujer le ofreció una infusión que ella se tomó sin levantarse del agua. Así la dibujé en mi libreta –en esas vacaciones me dediqué a dibujar: creo que la mano, aunque sea mi torpe mano, es más fiel que la cámara fotográfica-, sentada como una niña, con la cabeza inclinada, reducida a un trocito de carne blanca con un bañador negro mostrando la debilidad de su cuerpo. Luego escribí debajo: “Sentada en el agua cura sus heridas después de caerse al bajar del barco que nos llevó de Kalymnos a Telendos. Él, alto, gordo y rubio, me recordaba a un actor. En el barco hizo algunas bromas, como huir de su mujer. Al final, ella cayó y sufrió su dolor durante todo el día. Ahí la vemos en el mar como una diosa batida”.
A Joaquina le hizo gracia el dibujo pero no estuvo de acuerdo con la composición de lugar que me hice, plagada de un idealismo insensato, puro optimismo pueril. En primer lugar, no eran norteamericanos como yo creía. Quizá él podría ser un actor, si a mí me lo recordaba, pero ella, era evidente, estaba bastante harta de sus bromas y quizá por eso se cayó. Y en ningún caso él le ayudó en su dolor, porque estar junto a ella mojándose las piernas no quería decir que le aliviase su sufrimiento. Ahí quedó todo. Nos despedimos de Telendos cayendo el sol.
Un domingo, comiendo los cuatro, recordé aquella isla como uno de los lugares más bellos que había conocido y bromeé sobre que si una noche no llegaba del trabajo me encontrarían viviendo en una habitación alquilada en el trozo de tierra más pequeña que nunca había pisado. Y recordamos el suceso de la mujer que se cayó en el muelle y a su compañero, el actor gordo y rubio. O a quien yo suponía un actor. Si en algo estaba de acuerdo Joaquina es en que él podía ser un actor: aquel gesto tan llamativo, porque se levantó de un salto que casi hizo escorar la barca, de ir a ofrecerle la mano a aquella mujer de la isla, no sé si de Kalymnos o de Telendos, o quizá vecina de otra más lejana, acostumbrada a que el barco le esperase si la veían llegar cargada por el muelle, o a hacer una travesía con mala mar sin inmutarse, fue algo histriónico.
Yo, sin embargo, insistí en que era un actor, no por ayudar a una mujer a subir al barco, sino porque a mi me lo recordaba. Sé que es indemostrable, quizá algún día me lo encuentre sin querer en una película. ¿Por qué un hombre de su edad –rondaba los setenta- se pone a hacer tonterías a unas niñas? Es un misterio. A veces expresamos nuestra felicidad de la manera más inesperada, también de la forma más ridícula. Joaquina argumentó que la actitud de su compañera, ajena a todo, demostraba que estaba acostumbrada a aquellos números sin duda inútiles y que, por lo tanto, ir a darle la mano a la mujer al muelle estaba en un guión estudiado y conocido por ella. Nada nuevo.
Muchas veces no estamos a la altura de las circunstancias, mientras los hechos van en una dirección, nosotros pataleamos como niños hacia otra. Es cierto. Pero no podemos negarle que le ofreció la mano de corazón, respondiendo a una educación refinada, quizá pasada de moda. Ese fue mi argumento. De no ser así, ¿qué nos queda por hacer, qué nos queda por representar? ¿No es mejor aceptar la comedia como una parte feliz e ingenua de la vida?
Pero no, no eran norteamericanos, ni él era un actor que vive en un apartamento de Village de Nueva York desde hace cuarenta años. Eran ingleses, dice Joquina. O australianos, ¿por qué no?, añadí. La distancia de ella, la frialdad de su gesto durante la travesía, mirando hacia adelante como un mascarón imperturbable, mientras él palpaba juguetón un saco para averiguar qué contenía, si berenjenas o pimientos, sólo indicaba un tradicional desprecio hacia el colorismo de unos viajeros emocionados por cruzar un par de millas y creer que entraban en el paraíso, ahí donde yo me debía perder si algún día no llegaba del trabajo a la hora habitual. Pero ese no era el problema. Joquina insistía en que, actor y neoyorquino, mientras ella se dejaba la piel en el muelle, él estaba acabando su última actuación absurda. ¿Y quién, si no una inglesa, puede tomar el té –la infusión de la que hablaba- a las cinco de la tarde –pues esa era la hora- aunque sea metida en el agua curándose la piel y lo huesos magullados? Le pudo dar la mano a aquella mujer “mitológica” vestida de negro pero no ayudó a la de carne y hueso, a la de piel blanca, que tenía al lado. Sin duda, aceptar este argumento es aceptar un fracaso, pero no sólo el de ese actor secundario –porque ¿ese fracaso sólo puede representarlo un actor secundario?-, sino el mío propio.
Habíamos acabado de comer. Estábamos lejos de las islas griegas y de Telendos, pero seguíamos discutiendo sobre un suceso lejano que quizá ni sus propios protagonistas recordarían. No lo creo. ¿Pero alguien cree que suceden cosas más importantes que caerse en el puerto de una pequeña isla, el más pequeño trozo de tierra que hemos pisado?
Joaquina y yo acordamos que cada uno tiene una apreciación de los hechos, pero que eso no debía suponer un juicio sobre las personas. Quizá la verdad de los hechos, como casi siempre, debe verse desde todos los lados, con distancia, pasado un tiempo. La discusión con Joquina había llegado un punto en el que yo parecía representar el papel de aquel actor y ella el de su mujer, como si defendiéramos dos causas enfrentadas que, en el fondo, no eran más que su vida y la mía. Entonces le propuse –no fue exactamente una proposición sino un giro dramático- que fuésemos a Nueva York o a Londres o a Birmnghan y les preguntásemos cómo vieron ellos, si es que seguían juntos, el suceso de Telendos.
Muchas veces no estamos a la altura de las circunstancias, mientras los hechos van en una dirección, nosotros pataleamos como niños hacia otra. Es cierto. Pero no podemos negarle que le ofreció la mano de corazón, respondiendo a una educación refinada, quizá pasada de moda. Ese fue mi argumento. De no ser así, ¿qué nos queda por hacer, qué nos queda por representar? ¿No es mejor aceptar la comedia como una parte feliz e ingenua de la vida?
Pero no, no eran norteamericanos, ni él era un actor que vive en un apartamento de Village de Nueva York desde hace cuarenta años. Eran ingleses, dice Joquina. O australianos, ¿por qué no?, añadí. La distancia de ella, la frialdad de su gesto durante la travesía, mirando hacia adelante como un mascarón imperturbable, mientras él palpaba juguetón un saco para averiguar qué contenía, si berenjenas o pimientos, sólo indicaba un tradicional desprecio hacia el colorismo de unos viajeros emocionados por cruzar un par de millas y creer que entraban en el paraíso, ahí donde yo me debía perder si algún día no llegaba del trabajo a la hora habitual. Pero ese no era el problema. Joquina insistía en que, actor y neoyorquino, mientras ella se dejaba la piel en el muelle, él estaba acabando su última actuación absurda. ¿Y quién, si no una inglesa, puede tomar el té –la infusión de la que hablaba- a las cinco de la tarde –pues esa era la hora- aunque sea metida en el agua curándose la piel y lo huesos magullados? Le pudo dar la mano a aquella mujer “mitológica” vestida de negro pero no ayudó a la de carne y hueso, a la de piel blanca, que tenía al lado. Sin duda, aceptar este argumento es aceptar un fracaso, pero no sólo el de ese actor secundario –porque ¿ese fracaso sólo puede representarlo un actor secundario?-, sino el mío propio.
Habíamos acabado de comer. Estábamos lejos de las islas griegas y de Telendos, pero seguíamos discutiendo sobre un suceso lejano que quizá ni sus propios protagonistas recordarían. No lo creo. ¿Pero alguien cree que suceden cosas más importantes que caerse en el puerto de una pequeña isla, el más pequeño trozo de tierra que hemos pisado?
Joaquina y yo acordamos que cada uno tiene una apreciación de los hechos, pero que eso no debía suponer un juicio sobre las personas. Quizá la verdad de los hechos, como casi siempre, debe verse desde todos los lados, con distancia, pasado un tiempo. La discusión con Joquina había llegado un punto en el que yo parecía representar el papel de aquel actor y ella el de su mujer, como si defendiéramos dos causas enfrentadas que, en el fondo, no eran más que su vida y la mía. Entonces le propuse –no fue exactamente una proposición sino un giro dramático- que fuésemos a Nueva York o a Londres o a Birmnghan y les preguntásemos cómo vieron ellos, si es que seguían juntos, el suceso de Telendos.
Estoy en Nueva York, le digo a Joaquina, llamo a la puerta de su apartamento, en el Village, y abre él. Le digo que probablemente no se acordará de mí, aunque yo sí. No llegaría a contarle que hasta el domingo pasado, en una comida familiar con mis hijas y mi mujer, él estaba presente en la mesa como uno más de casa. Entonces le preguntaría si se acordaba de la isla de Telendos y de la horrible caída de su mujer -¿y si sólo fue un amor pasajero?- en el muelle y si se produjo porque usted estaba distraído en bromear con los otros viajeros o porque ella estaba harta de una relación triste y aburrida, tan fascinados por las sombras que ellos proyectan en la arena de la playa como por saber guardar el olor, el tacto y las palabras susurradas entre aquel joven actor y aquella autora de teatro que con tan sólo veintidós años estrenó en un teatro de la calle Bowery, donde conoció a un tipo alto, rubio y fuerte, un actor que quería emprender una carrera arriesgada y al que ella acompañó en la aventura, pero que no tuvo suerte, si aceptamos que el fracaso -¡menos dramatismo!, exclamó Joaquina- sólo depende del azar.
La literatura no ayuda a resolver problemas que posiblemente no sobrepasan el ámbito doméstico, me recordó Joaquina, y mucho menos recurrir a un sentimentalismo tan superficial y victimista como el de hablar de fracaso. ¿Y qué te dijo él cuando le explicaste que fuiste testigo de la caída de su mujer en Telendos?, me preguntó Joaquina súbitamente interesada. Podría haberme contado que aunque su actitud en la vida era poco práctica, había conseguido sin querer llegar a donde se había propuesto, o sin proponérselo, dónde el río le llevara. Se propuso vagabundear.
No les fue mal, cincuenta años más tarde pueden permitirse viajar a una isla griega. Nosotros, también.