domingo, 25 de febrero de 2018

Censura performativa (sic) o mi paso veneciano por ARCO



Mierda de artista, de Piero Manzoni, de 1961. Nadie, nunca, la ha comido, que se sepa


El viernes me fui a ARCO. Sólo por estirar las piernas y el propósito de no encontrarme con la galería Helga de Alvear y evitar así contemplar a ciudadanos indignados ante una obra censurada. No soporto ver sufrir a la gente. Pero fue imposible. A esta veterana galerista le habían asignado como es preceptivo el mejor puesto del mercado: nada más entrar por el pabellón 7 me dí de bruces con ella; quiero decir, con la pared donde estuvo la obra de Santiago Sierra, ahora usurpada por otro competidor. El mundo del arte es muy cruel. Mi primera sensación la voy a exponer rápido para que nadie se lleve a engaño: deberían haber expulsado a Helga de Alvear de la feria, a sus 82 años, como una vieja desahuciada, por haber aceptado que una pieza suya, de una artista suyo –pues así hablan, tan maternalmente- y del que ha cobrado la comisión preceptiva, fuese retirada. Censurada es la palabra.
Ojalá se la vuelvan a censurar, deseé, por darle una oportunidad. Pero sólo fue una sensación. El espíritu de la ilustración es racional, no entiende de sentimientos y dice que la libertad de expresión es sagrada y debe defenderse aunque te cueste la cabeza. Lo sé, lo sé. Ahora la única sangre que corre por las venas del arte es el dinero, el líquido amniótico que permite flotar y conseguir que los ricos sean perdonados. Un ejemplo: el comprador de la obra censurada no ha tenido un descuento, ni por liquidación. Ni por cierre. Ni por defunción. Otra injusticia. Disponía de 96.000 euros, sin pedir hipoteca, y los pagó para hacer un servicio a los presos políticos. Un gran servicio.  
Entiendo que nadie protestase a las puertas de la galería mancillada, ni sus compañeros de gremio suscribieran un manifiesto en su apoyo, incluso que ella, la vieja galerista, no pusiese una polaroid en la pared blanca, que es lo que se suele hacer, diciendo que “Presos políticos en la España contemporánea” ha sido censurada. Lo entiendo por lo que ahora voy a contar.
Me encontré con Miguel Ángel Cortés, el único ministro de Cultura que ha tenido el PP, aunque él era secretario de Estado, el primero que eligió al artista censurado, Santiago Sierra, para la Bienal de Venecia de 2003 –ejerciendo entonces como secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica. En realidad lo eligió la comisaria Rosa Martínez a cargo del Estado, pero Cortés le puso dos condiciones, me recordó: nada de asuntos que tuvieran que ver con terrorismo –ETA todavía no había acabado su trabajo- y no sé qué de Marruecos -España tenía un lío con el hermano alauita-, pero ni él se acordaba. Y lo cumplieron, obedientes. Quería el Estado que se demostrase que el arte español estaba a la altura del internacional –sin contar a Velázquez, Goya, Picasso, Dalí, Miró y algunos más-. Es decir, que fuese una mierda, pensé para mí. Voy a ser inmodesto: vayan a la hemeroteca antes de que no sirva de nada y lean mi crónica de aquellos días y lo entenderán.
Lo de Venecia consistió en lo siguiente:  el elegido tapió la entrada del pabellón español estilo fascista –no “facha”, sino arquitectónicamente fascista de verdad, proporcional y sólido-, y sólo podía pasar quien acreditase con el documento nacional de identidad la nacionalidad española. Incluso hubo un altercado con el embajador español en Roma, que se negó a identificarse (me sonroja explicar cuál era el mensaje). Nadie cruzó los muros de ladrillo sin esa condición y doy fe porque me pasé un día entero en la puerta junto al guardia jurado, al que volvería a ver en otras circunstancias, para poder escribir mil palabras. De ellas rescato para no abrumar lo siguiente: «Santiago –dijo la comisaria– utiliza “readymades” performativos (sic), así que las personas forman parte de la obra, por lo que la reacción del embajador se integra en la performance: la obra no es sólo ese muro de ladrillo, sino todos los accidentes que pasan en torno a ese muro».
Pues exactamente esto me vino a la cabeza cuando me enteré que se había retirado o censurado la obra de Sierra en ARCO y luego me encontré a unas cuantas personas compungidas: se había puesto en marcha el “readymade performativo” en el que todos forman parte de la acción (me excluyo porque yo firmo), los que se indignan, los que maldicen a la galerista por aprovecharse de la publicidad, incluso el propio artista, que ha cogido el dinero y no se ha vuelto a saber nada más de él tras cumplir su misión performativa. Y el comprador, el que con su dinero acaba dando sentido a toda la cadena. ¿Insustancial? ¿Líquido? ¿Espeso?
En aquella Bienalle de 2003 tuve una experiencia que siempre he querido contar; creo que ha llegado el momento. En aquellas crónicas de entonces no fue posible decir nada porque no tenía percha. Fue lo siguiente. La tradional fiesta del certamen se celebró en una aerodromo del Lido, en la punta norte de este melancólico brazo de mar donde es fácil sufrir una bajada de tensión –y, dicho sea de paso, donde es difícil tomarse una copa como dios manda por los malditos dosificadores. Cogí el vaporetto, una vez enviada mi crónica, ya anocheciendo en Sant Elena, junto al hotel del mismo nombre, en la Calle Canaro, una zona popular y tranquila, donde solía alojarme. Llegué no más de quince minutos más tarde a la orilla del Lido, en la Riviera de Santa Maria Elissabetta, junto al Templo Votivo Della Pace Di Venecia y su cúpula esmeralda –qué ganas tenía de contarlo: es lógico que entonces no tuviese espacio para estos detalles, sin percha, además- y me puse a andar, más de lo esperado.
En la oscuridad más absoluta empezó a llegar el sonido de la música, lo que me orientó, hasta que di con el aerodromo Nicelli, la vieja terminal, hoy restaurante, y la pista abandonada cubierta de hierba, donde se celebró la fiesta. Extraño el olor de las antorchas alumbrando la noche. Aquello era una absoluta locura. Tocaba un grupo que vestía el tradicional gorro ruso de piel y orejas, el ushanka, botas militares mal acordonadas –y aún así con pantalón corto- y daban botes como simios. La música era ensordecedora y la gente se amontonaba en la barra como pobres refugiados que ansiaban cruzar una frontera, regentada por una familia al completo, padre, madre, hijos, primos, cuñados, yernos, abuelos, absolutamente desbordados –las copas eran gratis, claro- y para calmar la impaciencia la gente cogía por su cuenta botellas de una vitrina en lo alto de la barra, bebidas exóticas y otras del rico repertorio de aperitivos y licori italianos, sin hacer caso a los ruegos de los dueños que asistían perplejo a cómo unas hordas amantes del arte arrasaban su patrimonio. Llamé la atención a más de uno, exigiéndoles que dejaran las botalles en su sitio. Ya para entonces bebían a morro, también como simios. Fue entonces cuando reconocí al vigilante que se encargaba de velar por la entrada de la gente en el pabellón español de la Bienal, vestido de paisano, que me había contado muchas de las incidencias de sus guardias para mis crónicas. Salimos del aerodromo y desistimos de coger un autobús, también abarrotado de artistas, comisarios, expertos, críticos, diletantes gorrones capaces de pisarle la cabeza a cualquiera con tal de conseguir una plaza. Volví con el vigilante al embarcadero y cogimos de nuevo el vaporetto de regreso a Venecia.
Así es el arte, o también es así, por no cargar más las tintas. No hace mejor a nadie, incluso puede embrutecernos aún más: es lo que tiene mantener alguna conexión con la divinidad. No despierta ningún espíritu de justicia, solidaridad y compasión. Puede que al contrario. No me extraña que Helga de Alvear no haya hecho el menor gesto de resistencia, ni ella ni nadie. No hay nada que defender porque todo forma parte de ese gran “readymade performativo”. No hay censura, simplemente se ha puesto en marcha un dispositivo que ha desencadenado una repulsa de ínfima intensidad. Ya no hay público, sino expertos –así lo advertió Benjamin-, gente que participa de esa operación publicitaria desencadenada en este caso por el negrero Santiago Sierra: que no se olvide que ninguna de sus “piezas” está hecha con sus manos. Trabaja a plano y por encargo.
De nuevo en ARCO. Fui a ver, como hago todos los años, a mi amigo Carles Taché –yo también me puse corbata de lana-, pero no puedo reproducir lo que me dijo. A él le censuraron la primera obra de ARCO: un águila negra disecada, obra de Jordi Benito. Era 1994 y se presentó la Guardia Civil –lo que hubiera dado Sierra para que hubiesen actuado en su performance- en defensa de una especie protegida. Al menos Taché puso la susodicha polaroid explicando lo sucedido.
Todo este asunto me ha servido para volver a un libro de mi admirada Iris Murdoch, “El fuego y el sol”. Son unas conferencias que dictó en Oxford en 1976 sobre por qué Platón aconsejó desterrar a los artistas. Ella misma se preocupa de matizar esa opinión. Lo que dice es que si un poeta visitase el “estado ideal” “se le escoltaría cortesmente hasta la frontera”. Es lógico. ¿Para que sirven los artistas en ese estado idílico habiendo vino y amor? Lo lógico es pensar que el artista debe estar siempre en la frontera y no dentro de la ciudad beneficiándose de sus halagos, del oro y de la posibilidad de maldecir sus beneficios.
Qué delicia leer el “Ion” ahora. Le pregunta Sócrates a ese experto en asuntos homéricos si sabe algo de medicina, navegación, tejidos o carreras de carros, los temas tratados en su poema. Le costó reconocerlo, pero al final Ion admite que sus conocimientos son “generalidades”. Así lo recoge Murdoch: “Tal vez no sepa mucho de cuadrigas pero sí sabe hacer llorar al público, y cuando lo consigue se ríe para sus adentros pensando en el dinero que va a ganar”.

Cuando asisto a estos actos de salvación colectiva por el método del sacrificio performativo del artista (sic), siempre me acuerdo de Alfonso Pérez Sánchez, quien fuera director del Museo del Prado, un sabio.  Dimitió de su cargo en 1991 en protesta por la intervención española en la guerra del Golfo Pérsico. El único representante del mundo del arte –en este caso de la alta cultura española y universal- que haya honrado su saber con un trago de cicuta. Después de todo, el arte es la sublimación de la mentira.

miércoles, 17 de enero de 2018

La cruz de Gabriel Ferrater




De todas las necedades leídas últimamente hay una que merece ser tenida en cuenta: la propuesta de que al poeta, ensayista y lingüista de Reus Gabriel Ferrater se le conceda la Cruz de Sant Jordi, a título póstumo, claro está. Se supone que los méritos para tener esta distinción deben ser los contraídos hasta el 27 de abril de 1972, fecha en la que decidió poner fin a su vida, y no posteriores. Conviene aclararlo porque es muy común en los últimos tiempos que los muertos revivan a medida que se pudren. La petición es tan absurda que habrá que tomarla como síntoma de un enfermedad más grave. Después de todo, la Universitat de Girona nombró honoris causa al poeta Miquel Martí i Pol postumamente, aunque estuvo acompañado por el juglar Lluís Llach, que sigue entre nosotros.  

Federico Campbell recoge en “Infame turba” (1971) lo que Ferrater contestó a la siguiente pregunta: “¿Y sufre mucho la cultura catalana por ese aislamiento”. Y fue esta: “La cultura yo no sé qué señora es. Nunca me la han presentado”. Los muertos, incluso los que decidieron pasar al olvido por cuenta propia, habitan en la fosa común en la que se cimientan las naciones medievales, aunque estén conectadas a internet.
La muerte de Gabriel Ferrater está marcada por una misteriosa confesión a su amigo Jaime Salinas: llegado a los cincuenta años se quitaría la vida –tenía entonces treinta y cinco, era 1957-, porque a esa edad tiene que estar hecho todo lo que se tiene que hacer. Bebían ginebra Giró en un café de la plaza Prim de Reus. Aunque no se sabe si la sentencia fue o no cierta, sí que la cumplió. Puede que este momento diese sentido a lo que él mismo definió como “la vida moral”, motivo último de su obra. Si seguimos el testimonio de Juan Marsé en su último y casual encuentro en Sant Cugat (“Mientras llega la felicidad”, Josep Maria Cuenca), la vida de Ferrater ya estaba acabada. No valía la pena continuar.

Una llamada Asociación Gabriel Ferrater pide conmemorar ese momento y de paso el centenario del nacimiento. Así de racional era el poeta: muerte y centenario de una tacada. Después de todo, fue él quien dijo que “sus textos [aquí añade a su amigo Gil de Biedma] tengan el mismo sentido que una carta comercial”. Libres del polvo y paja, sin aflicción y sentimentalismo.
Con Gil de Biedma compusieron un dúo de esgrima dialéctica imbatible, con alardes de erudición que, tras subir a lo más alto, descendían, en aquel “sótano oscuro” –que ya era bajar-, para retrasar las manecillas del reloj, pues no había más obsesión poética que el paso del tiempo. En el caso de Ferrater fue “el paso del tiempo y las mujeres que han pasado por él”. Escribe Justo Navarro en “F”: “Fluía con Ferrater la conversación líquida sobre asuntos universales y eternos, domésticos, remotos y del ahora mismo, impertinentes, humorísticos, intensos e inmediatos, y fueron su público las personas más inteligentes del negocio mundial de la inteligencia”. Digamos que en ese ambiente él era un tiburón.
Andreu Jaume da un contrapunto más psicológico: define su personalidad como “desamparo solipsista” (prólogo a los “Diarios” de Jaime Gil de Biedma).

Pide esta asociación ferrateriana que se le dé la Cruz de Sant Jordi, se le nombre hijo predilecto de Sant Cugat y, para acabar, que se publique su obra completa.
En lo que se refiere a lo fundamental, la obra poética la dejó muy fijada en tres libros, aunque no fue su interés facilitar el trabajo a los filólogos: “Da nuces pueris” (1960) –demostrando lo mucho que le debe a Gil de Biedma al haberse puesto a escribir poesía a los treinta y ocho años-, “Menja’t una cama” (1962) y “Teoria de cossos” (1966); y la recopilación de los tres en “Les dones y els dies” (1968). He leído el prólogo a esta última edición (en la colección Les Millors Obres de la Literatura Catalana, de Edicions 62 y La Caixa, dirigida por Joaquim Molas) y, además de no estar firmada, lo que demuetra que nadie se quería hacer responsable de lo escrito, es un puro trámite de un funcionario/a cultural.
Además, para los especialistas en olvidos, Jaume Vallcorba publicó “Papers, cartes, paraules” (Quaderns Crema, 1986). ¿Quién olvida a quién?
Ahora bien, ¿qué quiere decir que un poeta esté “olvidado”? ¿Y un poeta que, además, estaba olvidado antes de que seamos olvido? Si uno busca las entradas de Gabriel Ferrater en las memorias de Carlos Barral, para quien trabajó muchos años, no hay un derroche de cariño, aunque al final aflore el remordimiento y la culpa. Le recordaba al Roquentin de “La náusea” de Sartre: el que escribía una extraña biografía, no tenía profesión conocida y vivía de las rentas. Era una “máquina mental complicada y perfecta, estúpidamente convertida en un triste aparato de ciencia recreativa”, escribe el editor y poeta. Ridiculiza su erudición y parodia su “aventura”, es decir, su detención y posterior interrogatorio a manos del comisario Creix por un supuesto artículo ¡sobre Alberti y su humanismo marxista! –poeta que jamás le interesó- firmado por un tal Víctor Ferrater en un revista de la órbita comunista y que finalmente admitió como suyo Manuel Sacristán (alias Víctor), el gran sacerdote del marximo español, aunque con poco corazón –y que mereció un trato de camaradería joseantoniana del temido Creix-. O que Barral vincule el fusilamiento de Julián Grimau, aunque sea por un avatar del recuerdo, con el “desaforamiento, como él diría, del apetito y la sed de Grabriel Ferrater en aquella época en la que comía y bebía como un clérigo medieval”. Así, sin venir a cuento.
Pero hay que ser justos. Al final, el relato de su último encuentro con Ferrater, seis meses antes de su muerte, restituye moralmente al viejo colaborador, ofreciéndonos unas cuantas páginas realmente emocionantes, creo que sinceras. “Yo creo que en ese momento ya había tomado una decisión respecto a su vida y que la tenía absolutamente asumida y segregada de sus preocupaciones intelectuales y sentimentales”, dice de aquella cita.
De su decisión final no había duda, insiste Barral, y ahí queda “el terrible atrezzo del suicidio de Ferrater, la bolsa hermética y la botella de ginebra”.   
De la cultura catalana –esa señora que no le presentaron, ni por ser catalana, siéndolo él y , además, gramático-, y en concreto de su prosística, dijo en la ya célebre conferencia de 1967 dedicada a Pla en la Universidad de Barcelona que tiene un desarrollo anormal porque el conflicto que define a la novelistica del siglo XIX y parte del XX, la lucha entre ambiciones de clase y de poder, en Cataluña se resolvía reproduciendo el mismo antagonismo antiespañol. En esas estamos. Ahí quedó y ahí está publicado por la misma Universidad.
Sin embargo, a mí me ha desconcertado el hallazgo -nunca es tarde- de un poema publicado en su último libro, “Cançó del gosar poder”, aunque no tanto el poema como una nota que dice: “Es un ejercicio sobre los verbos modales catalanes”.  

“Gosa poder donar feina a xarnegos.
Amb el teu sou, compraran vi prou agre
perquè en tres anys els podreixi les dents.
No et faci por: tu pren l’opi dels rics
(d’opi, te’n ve d’Escocia i de Roma).
Gosar poder tenir enemics a sou”.

Después de atreverme a traducirlo, encuentro una de Pere Gimferrer, José Agustín Goytisolo y José María Valverde:

“Atrévete a poder dar trabajo a charnegos.
Con tu sueldo, comprarán vino lo bastante agrio
para que en tres años les pudra los dientes.
No te dé miedo: tú toma el opio de los ricos
(opio, el que viene de Escocia y de Roma).
Atrévete a poder tener enemigos a sueldo”.

En fin, los verbos modales. Aunque sea un accidente, es llamativo el título del capítulo 9 de “Los años sin excusa”, segunda parte le las memorias de Barral: “Osar poder”.
Inevitablemente me recuerda a “Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera”, de Gil de Biedma”, aquello del “patrón que les paga” y “el salta-taulells que les desprecia”. Más amargo, más terrible. Iba en serio y tenía fecha de caducidad.
El recitado en youtube me ha decepcionado porque tiene la aspereza de un militante (fue en el Festival de Poesía Catalana, celebrado en el desaparecido Price de Barcelona en 1970). Por cierto, la búsqueda me ha permitido ver a Lou Reed leyendo en inglés “Cambra de la tardor”, en Nueva York en 2006.

Por último, estos clérigos ferraterianos desprecian lo fundamental. Como apuntó, Camus, el tema, el único tema literario importante, es el suicidio. El verdadero y supremo acto de soberanía.
Insisten, pues, en seguir moviendo el hisopo que Jordi Pujol institucionalizó nada más llegar al poder, año 1981, para  regar su jardína con cruces de Sant Jordi. La anticultura o la cultura como servicio. Sobre el “compromiso” de los poetas con cualquier causa política, Ferrater le dijo al citado Campbell: “Es mal negocio que los alemanes tengan que invadir Francia para que Louis Aragon escriba buenos poemas”.



domingo, 26 de marzo de 2017

El cuento de los perdedores

La tropa se divierte en "Apocalypse Now"
He terminado de leer “El monarca de las sombras”, de Javier Cercas, y quiero empezar este comentario por lo que dice en las últimas líneas del libro. Dice: “La historia la escriben los vencedores”. No siempre es así, creo. Incluso en el tema que él trata, la Guerra Civil española –dentro de un subgénero que llamaríamos Memoria Histórica-, la historia la contaron los vencidos. O, digamos, que la “superioridad moral” de los vencidos -por emplear un concepto que ahora gusta mucho- se impuso a la de los vencedores. Dejaremos a un lado el hecho de que en las guerras hay "causas generales" y "causas particulares", que, a pesar de la Razón Histórica, perdura una sinrazón, que es la que define a los hechos individuales sin proyección en la Historia. 
Vale la pena detenerse en este punto. Rescata José Luis Pardo en su ensayo "Estudios del malestar" a Borges: "La historia, la verdadera historia, es más pudorosa y (...) sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas" ("Otras inquisiciones"). Pero estamos en lo que estamos.

La primera novela que leí sobre la Guerra Civil fue “Crónica del alba”, de Ramón J. Sender, aunque creo que no era consciente del todo: yo sólo quería leer al autor de “La tesis de Nancy”. “La Guerra Civil española”, de Hugh Thomas, fue el primer estudio histórico, que por el hecho mismo de editarlo Ruedo Ibérico ya estaba tocado por la legitimidad moral de la causa republicana, aún siendo sólo –y nada menos- que el trabajo desapasionado de un historiador. Todavía entonces -no quiero decir que Franco no había muerto para que nadie piense mal- la Historia no consistía en reconstruir la Memoria.
Por lo menos en mi caso, el relato, el cuento, la historia, las hazañas bélicas, no fueron construidas por los vencedores. Mi familia también ayudó, o sobre todo fue ella, pero yo no quiero escribir de mi familia. No recuerdo que mis amigos tuviesen interés por novelas como “La fiel infantería”, de Rafael García Serrano, ni por aquella de Ricardo Fernández de la Reguera, “Cuerpo a tierra”, y eso que contaba la historia de un soldado del bando nacional que fue al frente sin saber dónde iba y el motivo por el que debía morir.

Claro que las guerras también las pueden contar los vencidos. Ahí tenemos la de Vietnam, contada por los derrotados. Y, en concreto, por Coppola. ¿Existe otro relato mejor que “Apocalypse Now”? En este caso, se produce un hecho muy curioso: a los bombardeos con napalm de las aldeas controladadas por el vietcong se le ponía de banda sonora “Paint it Black”, de los Rolling Stones, “Riders on the Storn”, de The Doors, incluso “Hey Joe”, de Jimmy Hendrix, que es la historia de un hombre que quiere matar a su mujer (maltrato de género, hoy). Ninguna de estas canciones habla de Vietnam, o no de manera directa. Digamos que, además de batirse los ejércitos y de morir los soldados y de que los niños vietnamitas apareciesen abrasados en la televisión, también entraban en acción las fuerzas de la cultura de cada bando, y nuestro bando no era el del vietcong. Los ejércitos de la persuasión.

Sin entrar en el motivo que le ha llevado a Cercas a escribir la historia de su tío abuelo, Manuel Mena, alférez en el ejército franquista, enaltecido falangista y muerto en la batalla del Ebro con 19 años, ni queriendo inmiscuirme en su conocida letanía sobre el uso de la realidad para construir ficciones (o al revés, llegado el caso y la mezcla cacofónica de planos), diría que “El monarca de las sombras” es un ejemplo de novela escrita por un vencedor, ya que Cercas asume toda la historia de su familia -falangistas equivocados, pero falangistas, al fin y al cabo-, aunque reconozca haber elegido el bando incorrecto. Con esto no hago un juicio moral, sino que creo interpretar el motivo que le indujo a escribir la novela, que en esencia es la historia de por qué la ha escrito, etcétera (porque en este punto se entretiene en un bucle difícil de salir).

No entiendo por qué la justificación constante del origen familiar de Cercas: los hijos no heredan los pecados y faltas de los padres, y menos de los abuelos y de los tíos abuelos, ni tampoco las virtudes. Menos entiendo que el profesor Jordi Gracia salga en su auxilio (“El País”, 18 de marzo) ante “algunas de las reacciones en defensa de la memoria histórica (contra un supuesto agresor a la memoria histórica...)”, que a mí me han pasado inadvertidas, como siempre. Dice: “Es el repudio de la confusión usual entre razón moral y razón política: tener la razón política no garantiza tener la razón moral y equivocar la razón política (como le sucede al joven envenenado de falangismo de “El monarca de las sombras”) no condena automáticamente al error moral”. ¿Pero no es ese el tema de la novela? ¿No ha escrito un libro de 288 páginas para contarle esta historia a su madre, que Manuel Mena murió como Aquiles? “Es mil veces preferible ser Ulises que ser Aquiles, vivir una larga vida mediocre y feliz de lealtad a Penélope, a Ítaca y a uno mismo, aunque al final de esa vida nos aguarde otras, que vivir una vida breve y heroica y una muerte gloriosa, que es mil veces preferible ser el siervo de un siervo en la vida que en el reino de las sombra el rey de los muertos”, escribe en el momento epigonal y emocionado de la novela.


En las guerras, también en las civiles, aunque estén inflamadas de ideología –fascismo, comunismo, nacionalismo y “compromiso”-, la inmensa mayoría de los que mueren son soldados anónimos y todos merecen el respeto, incluso el perdón, pues de eso se trata. La guerra es el olvido. Ese es el gran desastre. Así que no entiendo la obsesión –quizá sólo sea una obsesión: es el objeto el que domina al sujeto- de Cercas por restablecer el honor de su familia. “En la guerra nuestra familia se equivocó de bando. No sólo porque la República tenía razón, sino porque era la única que podía defender sus intereses” (pag. 185). Si esta frase hubiese aparecido en las primeras líneas de la novela, no hubiese valido la pena seguir leyendo.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Nunca se sabe cuando llega la hora




Desconozco si la literatura que el terrorismo de ETA ha propiciado es escasa para las consecuencias que aquellos años han tenido en tantas personas. Desconozco también a partir de qué momento unos sucesos que han marcado más de cuarenta años de la historia de un país deben ser tratados por una disciplina artística basada en la ficción de los hechos. A Norman Mailer le preguntaron cuándo iba a escribir sobre los atentados del 11-S y contestó que por lo menos había que dejar pasar diez años (no le dio tiempo a cumplir su aserto porque falleció en 2007), como medida para desengrasar de sentimentalismo el acontecimiento y que la perplejidad inicial se transforme en una mirada lúcida, si era posible.
El tiempo ha pasado desde aquel 2001, pero tampoco se ha desarrollado una literatura que interprete unos acontecimientos en los que quedara patente la invulnerabilidad de la primera potencia mundial y la inauguración del nihilismo global. Tampoco ha dado de sí una novelística de género, de la misma manera que no ha supuesto la aparición de películas y series sobre aquellos ataques, salvando alguna excepción. Digamos que se han dado “síntomas” de aquel terrible golpe; síntomas que, como es preceptivo, tanto explican lo que revela como lo que oculta.
No existe, que yo sepa, una norma clara sobre cuándo debe escribirse de un acontecimiento violento en el que ha quedado la huella del dolor, la injusticia, la cobardía, la lucha por la libertad. “Guerra y Paz” de Tolstoi empezó a ver la luz en 1865 y narraba unos sucesos acaecidos sobre 1812. La batalla de Waterloo tuvo lugar en 1815 y fue recreada por Stendhal en unas célebres páginas, en 1839, en “La cartuja de Parma”. Sin embargo, es la experiencia del Holocausto lo que ha acortado ese tiempo de escritura bajo una necesidad de dejar claro que “nosotros estuvimos allí”. Por primera vez hablan las víctimas de la Historia. Esa es una experiencia diferente a la muerte en el campo de batalla: fue la negación absoluta del adversario, su exterminio y desaparición. Así lo escribió Primo Levi ante los negacionistas que proclamaban que Auschwitz no había existido: “Conocemos bien ciertos mecanismos mentales: la culpa es un engorro… Se empieza por negarla en un juicio; luego se niega durante décadas, en público: pues bien, el ensalmo ha funcionado, lo negro se ha vuelto blanco, lo torcido se ha enderezado, los muertos no están muertos…”. Levi escribió “Si esto es un hombre” entre 1945 y 1947, muy poco tiempo después de su experiencia en Auschwitz, donde tomó las primeras notas.  
El caso de Jean Améry viene a romper esa misma norma de acortar el tiempo por la de dejar testimonio frente a un imperturbable muro de silencio. En 1964, casi veinte años después de sobrevivir al “lager”, publica “Más allá de la culpa y la expiación”, y lo hace con el resentimiento de quien cree que el conjunto del pueblo alemán es responsable de lo sucedido. Como Levi, pasado los años, Améry también se suicidó.
Recordemos a Paul Celan, que sigue el mismo camino de Levi y Améry. Cuenta Jorge Semprún en “La escritura o la muerte” que Celan esperó una “palabra del corazón” en su tortuoso encuentro con Heidegger, pero no recibió nada y que esta frialdad por alguien que fue tan comprensivo con el nazismo provocó el suicidio del poeta.
Sirva este preámbulo para explicar que a lo largo de la lectura de “Patria”, la última, monumental y rotunda novela de Fernando Aramburu, no he dejado de preguntarme en ningún momento cómo fue posible que ETA aplicase una metódica eliminación de sus adversarios –que, a la postre, acabaron siendo los defensores de la libertad y de los principios democráticos- y que lo hiciera con el silencio y la complacencia de una buena parte de la sociedad vasca.
Como revelación de la degeneración moral que impregnó al terrorismo etarra, o al “conflicto vasco” –como les gusta llamarlo muy higienicamente a los que aceptaron como mal inevitable la “solución final”-, la aparición de “Patria” quedará como la obra con la que se inaugura la reconstrucción del relato de las víctimas frente a sus asesinos. Ante todo, “Patria” es una novela, es decir, un relato que cuenta una historia con la pretensión de ser leída placenteramente, pero que, a la vez, tiene el afán de esclarecer un turbio conflicto humano. Aramburu era consciente, y así lo declaró, de que su novela iba a abrir un debate más allá de lo literario, incluso habló de que “la derrota literaria de ETA está pendiente” (entrevista en “El País”, 2 de septiembre, 2016).
Es decir, con “Patria” había una intención de incidir en lo que se ha llamado la construcción del “relato” sobre el terrorismo vasco sustentado en una ideología que desprecia la vida de los no vascos, los no nacionalistas, la vida de los otros. Es la falta de compasión de esa madre, Miren, comprensiva hasta el final con un hijo miembro de ETA, un militante primario y escaso de luces, educado en la cantera del odio abertzale, el asesino confeso de un amigo de la familia (Txato), incapaz de aceptar el dolor de sus propios vecinos, aquellos con los que pasó gran parte de su vida, hasta que un día llamó a la puerta de aquel hombre que de pequeño le compraba helados y ya “no había nadie más que pudiera protestar”... Es la cobardía de Joxian, el amigo de toda la vida que le retiró el saludo y la palabra al Txato cuando éste fue puesto directamente en la diana. Es Arantxa, la hermana del terrorista, imposibilitada en un silla de ruedas, enorme personaje que tiene la clarividencia desde su postración de ver la cobardía de los suyos, ella, que nada tiene que perder y sólo ganar la dignidad de hablar con Bittori, la viuda, esa heroína sin quererlo ni saberlo que aguanta el desprecio del pueblo y el insulto en su silencioso duelo. “El día en que mataron al Txato llovía”, empieza Aramburu un capítulo (pág.221), que recuerda aquel de “Crónica de una muerte anunciada” de Gárcía Márquez: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar…”. Todo el mundo sabía que lo iban a matar, pero nadie hizo nada para impedirlo. Es, en fin, un paisaje miserable, de absoluta degradación moral.
Aramburu construye en “Patria” un relato preciso y claro, con voluntad de hacerse entender desde la primera línea, sin reflexiones sobre el "mal" y otros designios oscuros, con personajes creíbles de quien sabe que, incluso en el drama más terrible, el humor alivia el dolor –aunque eso sólo pasa en los libros, no sea que alguien piense que el sufrimiento de verdad puede olvidarse con unos vinos en la taberna- y convierte en actores grotescos a los asesinos, manipulados por una ideología retrógrada y sanguínea.
En otra entrevista (“El  Mundo”, 13 de septiembre, 2016), Aramburu declaró que “se trata de lograr un tipo de relato que rebata la falacia de relatos glorificados del terrorismo”. No le falta razón. Basta con leer, si es que le interesa mucho el tema, “Nuestras guerras. Relatos sobre  conflictos vascos” (Lengua de Trapo, 2014) para entender que desde esa zona comprensiva con el “conflicto” o abiertamente defensora de la “socialización de sufrimiento” hay una necesidad de seguir tratando a las víctimas como el mal necesario para la libertad del pueblo vasco. El antólogo de la recopilación citada llega a decir que “el devenir del actual conflicto vasco marcado por la lucha armada de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) y los contenciosos políticos, es también consecuencia de la violenta represión de la posguerra”. Es, de nuevo, el negacionismo que no reconoce a la víctima. Las víctimas no existen.

No creo que exista una ley que diga que los vencedores imponen su visión de la historia. No lo consiguió el franquismo victorioso. La justicia siempre se abre paso, tarde o temprano. Fernando Aramburu ha dado voz a los que sufrieron la dictadura de ETA y esa verdad se abrirá paso.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Una cultura que bien vale un brazo




Esta semana ha fallecido en Barcelona Martín de Riquer a la extravagante edad de 99 años. Filólogo, romanista, estudioso de “El Quijote”, de “Tirant lo Blanc” y de la literatura trovadoresca, todos han dicho que con él desaparece un sabio. Haber sobrevivido al pasado siglo vadeando  todos los ríos y algún desierto requiere en más alto conocimiento. A Martín de Riquer le faltaba el brazo derecho, ortopédicamente disimulado con un guante negro, y fumaba en pipa con el otro. Sobre esta pérdida corrían leyendas, pero sólo una verdad, como es lógico: lo perdió en el pueblo alicantino de Benisa –aunque amputado en Valencia- en la noche del 30 de marzo de 1939, cuando miembros de la unidad a la que pertenecía, la 4ª Compañía de Radiodifusión y Propaganda en los Frentes, fue atacada por milicianos y el “infrascrito” –así lo declaró- recibió un balazo. Fue “locutor de trincheras” y su misión era subir o bajar la moral de las tropas por megafonía. Qué cosas más extrañas se hacen en las guerras... Reconoció con humildad que los años de nuestra contienda fueron poco provechosos intelectualmente. Él era un joven que trabaja en el Servicio de Salvamento del Patrimonio Histórico de la Generalitat y que un día, al echar en falta a un compañero, católico como él, decidió cruzar la frontera; lo hizo a pie, como un trovador, para volver a entrar por Irún y alistarse en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, unidad carlista que, por gentileza de Franco, acogía a todos los catalanes (el hecho diferencial viene de lejos). El misterio es saber cómo alguien que vivió el lado más terrible de nuestra historia decide dedicarse, nada más quitarse las botas, al estudio con el mismo empeño y morir, muchos años más tarde, como un sabio. También se ha dicho que era un puente entre la cultura catalana y castellana (o española, no recuerdo). Voluntarioso espejismo del 98, como lo de “catalanizar España”. Martín de Riquer construyó una sola y gran cultura, que su brazo le costó.     

Matar cucarachas con insecticida



Soldados alemanes se protegen con máscaras antigás


Algunos opinan que es una hipocresía diferenciar entre los muertos por armas convencionales y los muertos por armas químicas. Cierto: a una cucaracha se le puede matar de un pisotón o con insecticida. Pero aquí no hemos venido a hablar de cucarachas. La pregunta es si da igual cómo se mate a la gente. Si describiésemos las infinitas maneras de morir en combate (convencional) nos horrorizaría tanto como ver a alguien después de aspirar gas sarín. Pero la descripción tendría que ser detallada, forense, a la manera de como lo hizo Roberto Bolaño en “2666”: contar la muerte de todas las mujeres desaparecidas en el desierto de Sonora, una a una. Pero si lo que nos interesa es poner cifra a los caídos, ahí están, frías: en la guerra de Siria han muerto 1.429 personas por armas químicas, frente a 100.191 (a 23 de agosto) por armas convencionales. Pero aquí no hemos venido a contar muertos. Entonces, ¿qué más da cómo se mate a la gente? Pero una fe ciega en el progreso nos dice que no es lo mismo morir con una inyección letal que lapidado. Elijan. El progreso es eso: no matarse a pedradas. Peter Sloterdijk publicó “Temblores de aire” partiendo de los hechos acaecidos a partir de las seis de la tarde del 22 de abril de 1915 en Yprés, Bélgica. En aquel campo de batalla se utilizó por primera vez el gas clórico. Por exigencias de espacio ahorraremos el informe de las autopsias de los soldados víctimas del ataque atmosférico. Pero recordaremos que el inventor de aquella sustancia letal, el profesor Fritz Haber, recibió el Premio Nobel de Química en 1918, nada más concluida la Primera Guerra Mundial. Luego, como judío, tuvo que huir de Alemania mientras su familia moría gaseada en Auschwitz (pero fue con “Ciclón-B”), aplicando la política de higienización médica del nazismo según la cual sólo estaban matando parásitos. 

domingo, 12 de agosto de 2012

La Guerra Fría de Marilyn

Marilyn en plena lectura de algún manual del Actor's Studios
El 5 de agosto de 1962, el Instituto Sismológico de Upsala, Suecia, detectó sobre las 10,25 hora española una explosión nuclear de 20 megatones. Días después, se confirmó que correspondía a una prueba de la URSS. ¿Sabían los comunistas que ese mismo día, casi a la misma hora, había sido hallada muerta en Los Angeles Marilyn Monroe? ¿Acaso eran insensibles a la muerte (o al nacimiento) de un mito?  En la prensa española la noticia del fallecimiento de Marilyn se dio el día 7 porque, además de las nueve horas de diferencia con la costa del Pacífico, los lunes en España no salían los periódicos. En todo caso, ninguna de nuestras venerables cabeceras centenarias sacó a portada la muerte de la actriz. Algunos abrieron con la muerte de Ramón Pérez Ayala, escritor y académico. Hubo uno de gran raigambre monárquico que no quiso perturbar la paz de los veraneantes españoles, aunque fuese por la muerte de una actriz irrepetible, rubia e infeliz, y prefirió ofrecer como primera noticia la travesía de la laguna de Peñalara y la fotografía de los bañistas lanzándose al agua. 

Los periódicos anunciaban viajes de cinco días a Lourdes y Biarritz por 1.940 pesetas, que Fabiola y el rey Balduino de Bélgica veraneaban en San Sebastián (él dedicado a la pesca y ella a las compras en Zarauz), que la cosecha de trigo había sido superior en un cincuenta por ciento a la del año anterior, que habían sido lanzados en un viaje estratosférico, a 450 kilómetros de altura, dos monos y cuatro roedores (estos últimos murieron) y que Franco andaba descansando con su gorra de marinero por las rías gallegas. En España, la vida seguía sin apenas conmocionarse por la muerte de Marilyn, algo que hoy no entenderíamos, y que  ha quedado sobradamente demostrado hasta el vómito con la desaparición de Michael Jackson, convertido en mito y basura en partes iguales.  

¿Eran los españoles insensibles a la muerte de esta estrella errante? ¿No se habían dado cuenta que estaba a punto de nacer un mito? Lo que pasaba, tal vez, es que la capacidad de consumo mitológico era entonces inferior y muy por debajo de lo que en la actualidad somos capaces de digerir. Incluso ahora la creación de un mito se produce a una velocidad vertiginosa e inversamente proporcional a su estupidez y alarde de analfabetismo.  

A pesar de las pruebas atómicas del 5 de agosto de 1962, hace hoy cincuenta años, algo se detuvo mientras Marilyn Monroe cruzaba la última frontera, ayudada por una dosis de Nembutal, para transformarse en Norma Jeane, nombre con el que vino a este mundo. Para algunos, su muerte sólo fue la demostración de que la belleza es el paso hacia lo terrible.