Soldados alemanes se protegen con máscaras antigás |
Algunos
opinan que es una hipocresía diferenciar entre los muertos por armas
convencionales y los muertos por armas químicas. Cierto: a una cucaracha se le
puede matar de un pisotón o con insecticida. Pero aquí no hemos venido a hablar
de cucarachas. La pregunta es si da igual cómo se mate a la gente. Si
describiésemos las infinitas maneras de morir en combate (convencional) nos
horrorizaría tanto como ver a alguien después de aspirar gas sarín. Pero la
descripción tendría que ser detallada, forense, a la manera de como lo hizo
Roberto Bolaño en “2666”: contar la muerte de todas las mujeres desaparecidas
en el desierto de Sonora, una a una. Pero si lo que nos interesa es poner cifra
a los caídos, ahí están, frías: en la guerra de Siria han muerto 1.429 personas
por armas químicas, frente a 100.191 (a 23 de agosto) por armas convencionales.
Pero aquí no hemos venido a contar muertos. Entonces, ¿qué más da cómo se mate
a la gente? Pero una fe ciega en el progreso nos dice que no es lo mismo morir
con una inyección letal que lapidado. Elijan. El progreso es eso: no matarse a
pedradas. Peter Sloterdijk publicó “Temblores de aire” partiendo de los hechos
acaecidos a partir de las seis de la tarde del 22 de abril de 1915 en Yprés,
Bélgica. En aquel campo de batalla se utilizó por primera vez el gas clórico.
Por exigencias de espacio ahorraremos el informe de las autopsias de los
soldados víctimas del ataque atmosférico. Pero recordaremos que el inventor de
aquella sustancia letal, el profesor Fritz Haber, recibió el Premio Nobel de
Química en 1918, nada más concluida la Primera Guerra Mundial. Luego,
como judío, tuvo que huir de Alemania mientras su familia moría gaseada en
Auschwitz (pero fue con “Ciclón-B”), aplicando la política de higienización
médica del nazismo según la cual sólo estaban matando parásitos.
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