Esta
semana ha fallecido en Barcelona Martín de Riquer a la extravagante edad de 99
años. Filólogo, romanista, estudioso de “El Quijote”, de “Tirant lo Blanc” y de
la literatura trovadoresca, todos han dicho que con él desaparece un sabio.
Haber sobrevivido al pasado siglo vadeando
todos los ríos y algún desierto requiere en más alto conocimiento. A
Martín de Riquer le faltaba el brazo derecho, ortopédicamente disimulado con un
guante negro, y fumaba en pipa con el otro. Sobre esta pérdida corrían leyendas,
pero sólo una verdad, como es lógico: lo perdió en el pueblo alicantino de Benisa
–aunque amputado en Valencia- en la noche del 30 de marzo de 1939, cuando
miembros de la unidad a la que pertenecía, la 4ª Compañía de Radiodifusión y
Propaganda en los Frentes, fue atacada por milicianos y el “infrascrito” –así
lo declaró- recibió un balazo. Fue “locutor de trincheras” y su misión era
subir o bajar la moral de las tropas por megafonía. Qué cosas más extrañas se
hacen en las guerras... Reconoció con humildad que los años de nuestra
contienda fueron poco provechosos intelectualmente. Él era un joven que trabaja
en el Servicio de Salvamento del Patrimonio Histórico de la Generalitat y que un
día, al echar en falta a un compañero, católico como él, decidió cruzar la
frontera; lo hizo a pie, como un trovador, para volver a entrar por Irún y
alistarse en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, unidad carlista que, por gentileza
de Franco, acogía a todos los catalanes (el hecho diferencial viene de lejos). El
misterio es saber cómo alguien que vivió el lado más terrible de nuestra
historia decide dedicarse, nada más quitarse las botas, al estudio con el mismo
empeño y morir, muchos años más tarde, como un sabio. También se ha dicho que
era un puente entre la cultura catalana y castellana (o española, no recuerdo).
Voluntarioso espejismo del 98, como lo de “catalanizar España”. Martín de Riquer
construyó una sola y gran cultura, que su brazo le costó.
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