sábado, 21 de septiembre de 2013

Una cultura que bien vale un brazo




Esta semana ha fallecido en Barcelona Martín de Riquer a la extravagante edad de 99 años. Filólogo, romanista, estudioso de “El Quijote”, de “Tirant lo Blanc” y de la literatura trovadoresca, todos han dicho que con él desaparece un sabio. Haber sobrevivido al pasado siglo vadeando  todos los ríos y algún desierto requiere en más alto conocimiento. A Martín de Riquer le faltaba el brazo derecho, ortopédicamente disimulado con un guante negro, y fumaba en pipa con el otro. Sobre esta pérdida corrían leyendas, pero sólo una verdad, como es lógico: lo perdió en el pueblo alicantino de Benisa –aunque amputado en Valencia- en la noche del 30 de marzo de 1939, cuando miembros de la unidad a la que pertenecía, la 4ª Compañía de Radiodifusión y Propaganda en los Frentes, fue atacada por milicianos y el “infrascrito” –así lo declaró- recibió un balazo. Fue “locutor de trincheras” y su misión era subir o bajar la moral de las tropas por megafonía. Qué cosas más extrañas se hacen en las guerras... Reconoció con humildad que los años de nuestra contienda fueron poco provechosos intelectualmente. Él era un joven que trabaja en el Servicio de Salvamento del Patrimonio Histórico de la Generalitat y que un día, al echar en falta a un compañero, católico como él, decidió cruzar la frontera; lo hizo a pie, como un trovador, para volver a entrar por Irún y alistarse en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, unidad carlista que, por gentileza de Franco, acogía a todos los catalanes (el hecho diferencial viene de lejos). El misterio es saber cómo alguien que vivió el lado más terrible de nuestra historia decide dedicarse, nada más quitarse las botas, al estudio con el mismo empeño y morir, muchos años más tarde, como un sabio. También se ha dicho que era un puente entre la cultura catalana y castellana (o española, no recuerdo). Voluntarioso espejismo del 98, como lo de “catalanizar España”. Martín de Riquer construyó una sola y gran cultura, que su brazo le costó.     

Matar cucarachas con insecticida



Soldados alemanes se protegen con máscaras antigás


Algunos opinan que es una hipocresía diferenciar entre los muertos por armas convencionales y los muertos por armas químicas. Cierto: a una cucaracha se le puede matar de un pisotón o con insecticida. Pero aquí no hemos venido a hablar de cucarachas. La pregunta es si da igual cómo se mate a la gente. Si describiésemos las infinitas maneras de morir en combate (convencional) nos horrorizaría tanto como ver a alguien después de aspirar gas sarín. Pero la descripción tendría que ser detallada, forense, a la manera de como lo hizo Roberto Bolaño en “2666”: contar la muerte de todas las mujeres desaparecidas en el desierto de Sonora, una a una. Pero si lo que nos interesa es poner cifra a los caídos, ahí están, frías: en la guerra de Siria han muerto 1.429 personas por armas químicas, frente a 100.191 (a 23 de agosto) por armas convencionales. Pero aquí no hemos venido a contar muertos. Entonces, ¿qué más da cómo se mate a la gente? Pero una fe ciega en el progreso nos dice que no es lo mismo morir con una inyección letal que lapidado. Elijan. El progreso es eso: no matarse a pedradas. Peter Sloterdijk publicó “Temblores de aire” partiendo de los hechos acaecidos a partir de las seis de la tarde del 22 de abril de 1915 en Yprés, Bélgica. En aquel campo de batalla se utilizó por primera vez el gas clórico. Por exigencias de espacio ahorraremos el informe de las autopsias de los soldados víctimas del ataque atmosférico. Pero recordaremos que el inventor de aquella sustancia letal, el profesor Fritz Haber, recibió el Premio Nobel de Química en 1918, nada más concluida la Primera Guerra Mundial. Luego, como judío, tuvo que huir de Alemania mientras su familia moría gaseada en Auschwitz (pero fue con “Ciclón-B”), aplicando la política de higienización médica del nazismo según la cual sólo estaban matando parásitos.