lunes, 3 de octubre de 2011

Por una patada de Pollock

"Life" consagra a Pollock dedicándole tres páginas en 1949

El problema de Jackson Pollock ha sido siempre que su pintura era considerada como un producto destilado de la improvisación y el azar más arrobado. Incluso, lo que es peor, sus célebres “driping”, el goteo gestual de la pintura directamente del bote sobre el lienzo extendido en el suelo, era la expresión de un hombre alcohólico. De ahí, entre otras razones, que su obra se haya resistido más de la cuenta a un mercado más puritano de lo que parece (aunque el puritanismo, en estricta doctrina capitalista no es un buen principio).

“The New York Time” anunció hace un par de años que se había producido la venta privada de un “driping” de Pollock (el “Nº 5, 1948) por 140 millones de dólares, una cifra sorprendente, no por la capacidad especulativa de algunos coleccionistas –en este caso del mexicano David Martínez, un comprador a gran escala acostumbrado a hacerse con obras de Rothko o De Kooning-, sino porque el precio pagado es más de diez veces su récord en subasta. En la primavera de 2005, “Nº 12”, de 1949, se vendió por 11,6 millones de dólares, un cuadro que, además, procedía de la colección del mismísimo MoMA con el objetivo de recaudar fondos para su ampliación, que finalmente se hizo. 

La segunda sorpresa salta cuando la fecha de “Nº 5” coincide precisamente con el momento en el que Pollock deja de beber durante unos años, algo que no es una anécdota en su caso porque su obra ha estado lastrada para el gran público por ser la de un bebedor brutal e incomprensible, y la abstinencia el primer paso hacia la fama. Si era conocido como “Jack the Dripper” (“Jack el Goteador”), Tom Wolfe, quien tantas ácidas páginas ha dedicado al grupo Expresionista Abstracto de Nueva York, prefirió bautizarle como “Jack el Destilador”. Y hay una coda simbólica en esta operación: de la noche a la mañana se ha convertido en el pintor más caro de la historia, superando a Picasso y haciendo realidad el tan deseado relevo en la primacía del arte internacional, “pelotazo” mediante.

Cuando en el otoño de 1998, el MoMA celebró la última gran retrospectiva dedicada a Pollock, el objetivo de su comisario Kirk Varnedoe fue constatar y celebrar que “es el eje que separa las dos mitades del arte de este siglo” que arranca con Picasso. Por fin, se hace realidad lo que tanto persiguió Clement Greenberg, el que puso palabra y texto –sobre todo interminables textos- a la ascensión de Pollock. Tom Wolfe (en “La palabra pintada”) se ríe de las aspiraciones morales del “gurú” de Culturburgo (la calle 10 en el Greenwich Village): “Greenberg no sólo cuestionaba el futuro del arte sino la verdadera calidad, la verdadera posibilidad de la civilización americana”.

TomWolfe vuelve a lanzar otro dardo para explicar a quién le gustaba la pintura de Pollock:  a los interioristas “que decoraban la monótona blancura de los apartamentos entonces de moda”. El gran tamaño de los cuadros es otra de sus aportaciones, según Irving Sandler. Pero no se sabe por qué, un día dejó la abstracción pura para volver a la figuración, cambio que no todos comprendieron. Era 1953 y volvió de nuevo a la bebida con lo que emprende un camino de destrucción que finalizará con su muerte. Con la exposición que le dedicó el MoMA quisieron demostrar que no se trataba de un romántico bebedor y que no fue el alcohol lo que desembocó en la técnica del goteo. Incluso en aquella ocasión se presentó un sofisticado método de reconstrucción de cómo funcionaba el “driping”, una técnica, claro está, mucho más compleja que lo que creían sus detractores.

Cómo llegó Pollock al “driping” es un misterio. Se habla que pudo ser producto de una patada contra un bote de pintura, gracias a los indios navajos que espolvoreaban tierras coloreadas en su ritos (Irving Sandler, en “El triunfo de la pintura norteamericana”, sostiene que sí que le pudo interesar que los indios navajos luego destruían la obra), incluso el ver el suelo salpicado de pintura. En todo caso, siempre estaba relacionado con un gesto violento, lo que, por otra parte, ayudaría a cerrar el círculo de una “vida americana”. Pollock se convierte en el modelo de tipo americano, solitario, primitivo, de escasa cultura, intuitivo, débil por dentro y duro por fuera, que murió en accidente de automóvil, borracho, en 1956, un año después del que acabó con la vida de James Dean. La palabra la ponía Greenberg y luego Harold Rosenberg, quien acuñó el término de “action painting”, método por el cual no bastaba con pintar sino que el cuerpo entero entrara en la pintura y se hiciera pintura: mirar un cuadro, como por una ventana, se había convertido en un simple hábito burgués. Sin embargo, aún teniéndolo todo a su favor, incluso la complicidad de Peggy Gunggenheim, que lo expone en su famosa Art of This Century Gallery (pese al célebre suceso de llegar un día borracho a la casa de la rica mecenas durante una cena de gente aún más rica, quedarse completamente desnudo y ponerse a orinar en la chimenea), no conseguía vender sus pinturas. 

Si algo tiene nuevo el grupo Expresionista Abstracto es que necesita a un crítico a su lado que explique la obra. Siempre aparecieron como algo elitistas, incluso para la crema de los coleccionistas. Pero incluso cuando, al fin, la revista “Life” decide dedicarle en 1949 tres páginas a Pollock, a Greenberg no le gustó que confesara que en las “madejas” de pintura creadas con su “driping” “al final siempre hay imágenes identificables”.





sábado, 1 de octubre de 2011

Camus en el descampado



Camus, con gorra, jugaba de portero, a pesar de su estatura


Es inevitable preguntarse, o al menos lo es para mí, qué pensaría de la multiculturalidad, de la revuelta de los suburbios franceses, de la "primavera árabe", de un mundo que asiste perplejo a la ascensión de un enemigo planetario que no son sino sus viejos amigos de Bab el-Ued con los que jugaba al fútbol (fue portero, el más bajito de todos, y en alguna fotografía aparece con una gorrilla formando con su equipo en un paraje con un sol sin sombras). Fue pobre pero no proletarizó su escritura, es decir, no la hizo sumisa, sino pendenciera y brillante. A los intelectuales de la “rive gauche” ya les dijo Camus que ellos conocían el hambre por los libros, mientras él sabía qué era ponerse el sol con el estómago vacío. Camus fue un “pied noir” y eso, para los del Café Deux Magots era la clave de todo: la razón de la tierra irracional se antepone frente al itinerario estalinista de la redacción de “Les Temps Modernes” (Sartre y los “resistentes de la Côte d’Azur”), que le menospreciaron por “chapucero filosófico”. Pero al final, tuvo que admitir, siempre celoso de su atractivo, que era mejor equivocarse con Camus que tener razón con Sartre.

Argelia es el gran tema de Albert Camus. Durante treinta años –de los escasos 46 que vivió- aparece en sus escritos como la cuestión que empapa su imaginación en novelas e inspira ensayos en busca del descrédito de la razón histórica frente a la verdad de la tierra que pisan los hombres. En esa tierra polvorienta está su única patria, donde proyectaba construir una  nueva Francia árabe y democrática. Qué utópico suena hoy hablar de democracia en el Norte de África y, por el contrario, con cuanta clarividencia predijo el nefasto futuro del totalitarismo que se asentó, primero desde el FLN, y más tarde desde un funesto fundamentalismo  construida a base de matanzas. Es en el tema de Argelia donde Camus se erige en el gran solitario de los intelectuales franceses al defender lo que nadie quiso ver, que “una Argelia constituida por poblaciones federadas y unida a Francia me parece preferible, sin comparación posible con respecto a la simple justicia, a una Argelia unida a un imperio del islam que no conseguiría con respecto a los pueblos árabes más que una suma de miserias y de sufrimientos y que arrancaría al pueblo francés de Argelia de su patria natural”. Escrito en 1958 como prólogo a las “Crónicas argelinas (1939-1958)” (reunidas en Alianza Editorial) explica por qué su soledad en un país donde izquierda y derecha se repartieron escrupulosamente sus papeles, unos cultivando el “reflejo moral”, los otros el “reflejo patriótico”.

Nació en Mondovi (hoy Drean), al este de Argel. Su padre fue un colono procedente de Alsacia que murió en la batalla del Marne cuando él sólo tenía tres años; su madre, una silenciosa española de Menorca, Catherine Sinntés, vivió y murió en Argelia mientras el hijo se hacía un escritor de éxito en París. Su célebre frase “entre la justicia y mi madre, yo escogería siempre a mi madre”, un manifiesto que todavía se escudriña para descubrir dónde está la raíz de la rebeldía de Camus, ni siquiera fue escrita, tiene algo de apócrifa, pero sigue temblando: lo dijo en Estocolmo en los días del Nobel, cuando a la enésima pregunta sobre ¿qué opinión tiene usted del colonialismo francés?, harto, dio el titular de su vida. Esto sí, cuando llegó a los oídos de los que tanto habían criticado su ensayo “El hombre rebelde” (1951), cerraron el círculo condenatorio que decía: “Su moral se ha convertido primero en moralismo, hoy no es más que literatura, mañana será quizás inmoralidad”, escribió Francis Jeanson por encargo de Sartre.

Para muchos, Camus no dejó de ser el “pied noir” que jugaba a fútbol en los descampados de Argel. Cuando en 1939 (tenía 26 años) escribió “Miseria de la Cabilia”, una serie de reportajes a raíz de la hambruna que sufrió esa zona superpoblada de Argelia, y que publicó en “Alger republicain”, el efecto fue devastador. De inmediato, el diario fue cerrado y él tuvo que instalarse en París. En estos artículos, sin una gota de sentimentalismo, adelanta lo que sería su manera de percibir la política: “Siempre se han hecho progresos cada vez que un problema político se sustituye por un problema humano”.

No dudó Camus en definir como terrorismo los asesinatos indiscriminados del FLN ni en denunciar las torturas del ejército francés. En los artículos de “Combat” publicados en 1945 anticipa la posición que enervó a sus adversarios, y de manera especial a Sartre, con “El hombre rebelde”, que en el crimen político, no importa la causa, está la raíz misma del totalitarismo. No tuvo miedo a denunciar, en plena Guerra Fría, la indulgencia con que la izquierda internacional trató el colonialismo soviético. La posición que mantuvo Camus cuando se planteó la posibilidad de la independencia y ya no valía argumentar que en Argelia vivían 1.200.000 franceses o que había árabes, como los del diario “Égalité”, que citaban a Pascal y proclamaban que “cambiamos cien señores feudales de todas las razas por cien mil maestros y técnicos franceses” era el “reconocimiento de una nación argelina unida a Francia mediante los lazos del federalismo”.  Quizá, tal y como han ido las cosas, tenga un aire utópico, pero Camus, cuando la guerra había puesto sobre la mesa un proceso de descolonización sangriento administrado, según escribió, entre “paralíticos” y “epilépticos” y sólo le quedaba una última propuesta de “tregua civil” para salvar vidas, aún tuvo fuerzas para escribir que nunca hubo nación argelina y que los franceses de Argelia también son indígenas.