Desconozco si la
literatura que el terrorismo de ETA ha propiciado es escasa para las
consecuencias que aquellos años han tenido en tantas personas. Desconozco
también a partir de qué momento unos sucesos que han marcado más de cuarenta
años de la historia de un país deben ser tratados por una disciplina artística
basada en la ficción de los hechos. A Norman Mailer le preguntaron cuándo iba a
escribir sobre los atentados del 11-S y contestó que por lo menos había que dejar
pasar diez años (no le dio tiempo a cumplir su aserto porque falleció en 2007),
como medida para desengrasar de sentimentalismo el acontecimiento y que la
perplejidad inicial se transforme en una mirada lúcida, si era posible.
El tiempo ha pasado
desde aquel 2001, pero tampoco se ha desarrollado una literatura que interprete
unos acontecimientos en los que quedara patente la invulnerabilidad de la primera potencia
mundial y la inauguración del nihilismo global. Tampoco ha dado de sí una
novelística de género, de la misma manera que no ha supuesto la aparición de
películas y series sobre aquellos ataques, salvando alguna excepción. Digamos
que se han dado “síntomas” de aquel terrible golpe; síntomas que, como es
preceptivo, tanto explican lo que revela como lo que oculta.
No existe, que yo sepa,
una norma clara sobre cuándo debe escribirse de un acontecimiento violento en
el que ha quedado la huella del dolor, la injusticia, la cobardía,
la lucha por la libertad. “Guerra y Paz” de Tolstoi empezó a ver la luz en 1865
y narraba unos sucesos acaecidos sobre 1812. La batalla de Waterloo tuvo lugar
en 1815 y fue recreada por Stendhal en unas célebres páginas, en 1839, en “La cartuja de Parma”. Sin
embargo, es la experiencia del Holocausto lo que ha acortado ese tiempo de
escritura bajo una necesidad de dejar claro que “nosotros estuvimos allí”. Por primera vez hablan las víctimas de la Historia. Esa
es una experiencia diferente a la muerte en el campo de batalla: fue la
negación absoluta del adversario, su exterminio y desaparición. Así lo escribió
Primo Levi ante los negacionistas que proclamaban que Auschwitz no había
existido: “Conocemos bien ciertos mecanismos mentales: la culpa es un engorro…
Se empieza por negarla en un juicio; luego se niega durante décadas, en
público: pues bien, el ensalmo ha funcionado, lo negro se ha vuelto blanco, lo
torcido se ha enderezado, los muertos no están muertos…”. Levi escribió “Si esto
es un hombre” entre 1945 y 1947, muy poco tiempo después de su experiencia en
Auschwitz, donde tomó las primeras notas.
El caso de Jean Améry
viene a romper esa misma norma de acortar el tiempo por la de dejar testimonio
frente a un imperturbable muro de silencio. En 1964, casi veinte años después de sobrevivir al “lager”,
publica “Más allá de la culpa y la expiación”, y lo hace con el resentimiento de
quien cree que el conjunto del pueblo alemán es responsable de lo sucedido.
Como Levi, pasado los años, Améry también se suicidó.
Recordemos a Paul
Celan, que sigue el mismo camino de Levi y Améry. Cuenta Jorge Semprún en “La
escritura o la muerte” que Celan esperó una “palabra del corazón” en su
tortuoso encuentro con Heidegger, pero no recibió nada y que esta frialdad por
alguien que fue tan comprensivo con el nazismo provocó el suicidio del poeta.
Sirva este preámbulo
para explicar que a lo largo de la lectura de “Patria”, la última, monumental y
rotunda novela de Fernando Aramburu, no he dejado de preguntarme en ningún
momento cómo fue posible que ETA aplicase una metódica eliminación de sus
adversarios –que, a la postre, acabaron siendo los defensores de la libertad y
de los principios democráticos- y que lo hiciera con el silencio y la
complacencia de una buena parte de la sociedad vasca.
Como revelación de la degeneración
moral que impregnó al terrorismo etarra, o al “conflicto vasco” –como les gusta
llamarlo muy higienicamente a los que aceptaron como mal inevitable la
“solución final”-, la aparición de “Patria” quedará como la obra con la que se
inaugura la reconstrucción del relato de las víctimas frente a sus asesinos.
Ante todo, “Patria” es una novela, es decir, un relato que cuenta una historia
con la pretensión de ser leída placenteramente, pero que, a la vez, tiene el
afán de esclarecer un turbio conflicto humano. Aramburu era consciente, y así
lo declaró, de que su novela iba a abrir un debate más allá de lo literario,
incluso habló de que “la derrota literaria de ETA está pendiente” (entrevista
en “El País”, 2 de septiembre, 2016).
Es decir, con “Patria”
había una intención de incidir en lo que se ha llamado la construcción del “relato” sobre el terrorismo vasco sustentado en una ideología que desprecia la
vida de los no vascos, los no nacionalistas, la vida de los otros. Es la falta
de compasión de esa madre, Miren, comprensiva hasta el final con un hijo
miembro de ETA, un militante primario y escaso de luces, educado en la cantera
del odio abertzale, el asesino confeso de un amigo de la familia (Txato),
incapaz de aceptar el dolor de sus propios vecinos, aquellos con los que pasó
gran parte de su vida, hasta que un día llamó a la puerta de aquel hombre que de
pequeño le compraba helados y ya “no había nadie más que pudiera protestar”... Es
la cobardía de Joxian, el amigo de toda la vida que le retiró el saludo y la
palabra al Txato cuando éste fue puesto directamente en la diana. Es Arantxa, la hermana del terrorista, imposibilitada en un
silla de ruedas, enorme personaje que tiene la clarividencia desde su
postración de ver la cobardía de los suyos, ella, que nada tiene que perder y
sólo ganar la dignidad de hablar con Bittori, la viuda, esa heroína sin
quererlo ni saberlo que aguanta el desprecio del pueblo y el insulto en su
silencioso duelo. “El día en que mataron al Txato llovía”, empieza Aramburu un
capítulo (pág.221), que recuerda aquel de “Crónica de una muerte anunciada” de
Gárcía Márquez: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar…”. Todo el mundo
sabía que lo iban a matar, pero nadie hizo nada para impedirlo. Es, en fin, un
paisaje miserable, de absoluta degradación moral.
Aramburu construye en “Patria”
un relato preciso y claro, con voluntad de hacerse entender desde la primera línea, sin reflexiones sobre el "mal" y otros designios oscuros, con personajes creíbles de quien sabe que, incluso en el
drama más terrible, el humor alivia el dolor –aunque eso sólo pasa en los
libros, no sea que alguien piense que el sufrimiento de verdad puede olvidarse
con unos vinos en la taberna- y convierte en actores grotescos a los asesinos,
manipulados por una ideología retrógrada y sanguínea.
En otra entrevista (“El Mundo”, 13 de septiembre, 2016), Aramburu declaró
que “se trata de lograr un tipo de relato que rebata la falacia de relatos
glorificados del terrorismo”. No le falta razón. Basta con leer, si es que le interesa mucho el tema, “Nuestras
guerras. Relatos sobre conflictos vascos”
(Lengua de Trapo, 2014) para entender que desde esa zona comprensiva con el “conflicto”
o abiertamente defensora de la “socialización de sufrimiento” hay una necesidad
de seguir tratando a las víctimas como el mal necesario para la libertad del
pueblo vasco. El antólogo de la recopilación citada llega a decir que “el
devenir del actual conflicto vasco marcado por la lucha armada de Euskadi Ta
Askatasuna (ETA) y los contenciosos políticos, es también consecuencia de la
violenta represión de la posguerra”. Es, de nuevo, el negacionismo que no
reconoce a la víctima. Las víctimas no existen.
No creo que exista una
ley que diga que los vencedores imponen su visión de la historia. No lo
consiguió el franquismo victorioso. La justicia siempre se abre paso, tarde o
temprano. Fernando Aramburu ha dado voz a los que sufrieron la dictadura de ETA
y esa verdad se abrirá paso.