Marilyn en plena lectura de algún manual del Actor's Studios |
Los periódicos anunciaban viajes de cinco días a Lourdes y Biarritz por 1.940 pesetas, que Fabiola y el rey Balduino de Bélgica veraneaban en San Sebastián (él dedicado a la pesca y ella a las compras en Zarauz), que la cosecha de trigo había sido superior en un cincuenta por ciento a la del año anterior, que habían sido lanzados en un viaje estratosférico, a 450 kilómetros de altura, dos monos y cuatro roedores (estos últimos murieron) y que Franco andaba descansando con su gorra de marinero por las rías gallegas. En España, la vida seguía sin apenas conmocionarse por la muerte de Marilyn, algo que hoy no entenderíamos, y que ha quedado sobradamente demostrado hasta el vómito con la desaparición de Michael Jackson, convertido en mito y basura en partes iguales.
¿Eran los españoles insensibles a la muerte de esta estrella errante? ¿No se habían dado cuenta que estaba a punto de nacer un mito? Lo que pasaba, tal vez, es que la capacidad de consumo mitológico era entonces inferior y muy por debajo de lo que en la actualidad somos capaces de digerir. Incluso ahora la creación de un mito se produce a una velocidad vertiginosa e inversamente proporcional a su estupidez y alarde de analfabetismo.
A pesar de las pruebas atómicas del 5 de agosto de 1962, hace hoy cincuenta años, algo se detuvo mientras Marilyn Monroe cruzaba la última frontera, ayudada por una dosis de Nembutal, para transformarse en Norma Jeane, nombre con el que vino a este mundo. Para algunos, su muerte sólo fue la demostración de que la belleza es el paso hacia lo terrible.